* A Project Gutenberg Canada Ebook * This ebook is made available at no cost and with very few restrictions. These restrictions apply only if (1) you make a change in the ebook (other than alteration for different display devices), or (2) you are making commercial use of the ebook. If either of these conditions applies, please check gutenberg.ca/links/licence.html before proceeding. This work is in the Canadian public domain, but may be under copyright in some countries. If you live outside Canada, check your country's copyright laws. IF THE BOOK IS UNDER COPYRIGHT IN YOUR COUNTRY, DO NOT DOWNLOAD OR REDISTRIBUTE THIS FILE. Title: Plus ultra. Poesías Author: Zayas, Antonio de (1871-1945) Date of first publication: 1924 Edition used as base for this ebook: Madrid: Francisco Beltrán, 1924 Date first posted: 18 December 2009 Date last updated: 18 December 2009 Project Gutenberg Canada ebook #436 This ebook was produced by: Chuck Greif & the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdpcanada.net * Livre électronique de Project Gutenberg Canada * Le présent livre électronique est rendu accessible gratuitement et avec quelques restrictions seulement. Ces restrictions ne s'appliquent que si [1] vous apportez des modifications au livre électronique (et que ces modifications portent sur le contenu et le sens du texte, pas simplement sur la mise en page) ou [2] vous employez ce livre électronique à des fins commerciales. Si l'une de ces conditions s'applique, veuillez consulter gutenberg.ca/links/licencefr.html avant de continuer. 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Vasco Núñez de Balboa. Fernando Cortés. Hernán Cortés. Pedro de Alvarado. Francisco Pizarro. A Don Vasco de Quiroga. Fray Pedro de Gante. El Padre Motolinía. El Venerable Palafox. Don Juan Ruiz de Alarcón. Sor Juana Inés de la Cruz. Bernal Díaz del Castillo. La Catedral de Méjico. Ante el Cristo llamado de Carlos V, que se venera en la Catedral de Méjico. Ante el retrato de una monja. En la Pirámide de Cholula. Recuerdo virreinal. SEGUNDA PARTE Su Majestad el Rey de España Don Alfonso XIII. A las Reverendas Madres Teresianas del Colegio de Puebla de los Ángeles. A las Reverendas Madres Teresianas del Colegio de Mixcoac. A Nuestra Señora de los Desamparados, Patrona de Valencia. A Nuestra Señora de Guadalupe. A los Caballeros de Colón. A San Ignacio de Loyola. Al Apóstol Santiago, Patrón de España. A la Virgen de Covadonga. A Nuestra Señora de Covadonga. Covadonga. Covadonga. Al Doctor D. Pedro Erasmo Callorda. Al Señor Licenciado D. Salvador Diego Fernández. Al Sr. D. Alejandro Quijano. A D. Francisco M. García Icazbalceta. Al Sr. D. Paulino Fontes. La Virgen de los Remedios. Epílogo. OBRAS DEL AUTOR Joyeles Bizantinos (Poesías). Retratos antiguos (Poesías). Paisajes (Poesías). Noches Blancas (Poesías). Leyenda (Poesías). Ensayos de crítica histórica y literaria. Los Trofeos (Traducción en verso de _Les Trophées_, de José María de Heredia). Reliquias (Poesías). Epinicios (Poesías). A orillas del Bósforo. En preparación: Epinicios (2.ª serie). ANTONIO DE ZAYAS DUQUE DE AMALFI «PLUS ULTRA» POESÍAS FRANCISCO BELTRÁN LIBRERÍA ESPAÑOLA Y EXTRANJERA PRÍNCIPE, 16. - MADRID ES PROPIEDAD DERECHOS RESERVADOS A Su Majestad el Rey Don Alfonso XIII. _Ya que la venia me otorgáis que imploro, acuñaré, Señor, en mis canciones la plata de los viejos galeones con el troquel de nuestra Edad de Oro. Como el albo metal, limpio y sonoro, el eco de estos rítmicos renglones despierte en Vos las santas emociones que, al ordenarlos en mi mente, añoro. Y en este libro, del linaje Hispano infatigable evocador de hazañas, siempre a la voz de la verdad sujeto, ¡dignaos mirar, Augusto Soberano, único Rey de todas las Españas, la ofrenda de mi amor y mi respeto!_ _SEÑOR: A LOS REALES PIES DE VUESTRA MAJESTAD, ANTONIO DE ZAYAS._ Dos palabras al lector. El presente volumen es fruto de mis ocios y del cumplimiento de mis obligaciones profesionales durante los diecinueve meses en que tuve la honra de ostentar la representación diplomática de España en aquella de sus colonias americanas que amó con preferencia, cual lo demostró al designarla con su propio nombre. Puede, por tanto, dividirse este volumen en dos partes: la primera, dedicada a cantar la gloria de los conquistadores y misioneros españoles en el Nuevo Mundo, y a consignar emociones sólo asequibles a las almas de mis compatriotas, a quienes ha sido dado contemplar con los ojos del cuerpo el vasto teatro de las proezas de nuestros mayores. La segunda parte contiene diferentes composiciones poéticas escritas a instancias de múltiples colectividades pertenecientes a la colonia española de Méjico, y publicadas en diversos diarios ilustrados de la capital de la República o en diferentes folletos conmemorativos de fechas memorables para los varios centros regionales establecidos en la pintoresca ciudad del Anahuac, así como también encierra algunas poesías episódicas, que pudieran calificarse con el nombre de correspondencia literaria. Pone fin al volumen la leyenda de Nuestra Señora de los Remedios, primera imagen de la Madre del Redentor que, según tradición constante, se irguió victoriosa en la Nueva España sobre los derrocados ídolos de los aztecas; y una breve poesía que, a modo de epílogo, recuerda la benigna generosidad de la conquista española en América, que lanza tan vivos resplandores, a principios del siglo XX, en las numerosas y florecientes naciones engendradas por el esfuerzo de los modernos argonautas. Tal vez parezca este libro un tanto anticuado a los espíritus ansiosos de novedad, que se afanan por buscar nuevos moldes a que someter los pensamientos y las emociones del poeta; pero, en mi concepto, no existe, para comentar y enaltecer las hazañas de los españoles del Renacimiento, lenguaje más propio que el empleado por sus coetáneos para escalar, con ímpetu incontrastable y generoso, la cima del Parnaso. Superfluo creo advertir que no es mi pretensión tan ambiciosa, y que se limita a aportar mi pobre ofrenda al altar sagrado de la Patria, representada tan dignamente por el insigne Monarca que hoy rige sus destinos. PRIMERA PARTE Preludio. ¿Quién osó lo que tú, Patria querida, ni qué pueblo igualó tus portentosas fecundidad y abnegación? Ni Grecia en Maratón, venciendo con Milcíades, de Jerjes los ejércitos innúmeros cual las arenas de la mar: Ni Roma, llevando de Bizancio hasta Britania la clara y fría luz de las Pandectas: Ni el profeta audacioso de Medina, del Alcorán tentando con los suras el siempre frágil corazón humano: Ni el Sultán Osmanli, que el sanguinoso rastro homicida de su diestra pone sobre el mármol del templo de Sofía: Ni de Córcega, el monstruo, con la propia mano rapaz que solios desmantela, vistiendo a advenedizos capitanes la púrpura real: Ni aun aquel pueblo que, en torre de marfil, honra o macula las Tablas de la ley. Sólo tú, España, supiste ser, cual Cristo, redentora, y como Pablo, catequista, y como Dios mismo, engendradora de naciones. Tú pediste con firme confianza el aliento inmortal que apagó el brillo siniestro del creciente de la Luna. Tú el alma egregia de Isabel supiste fundir en el crisol del Evangelio, y el corazón heroico de Fernando templar con los ejemplos eficaces de Vicente Ferrer y de Raimundo de Peñafort, consuelo de cautivos y de apóstatas miles providencia. Sólo tú, del intrépido argonauta, rama de cedro de Israel plantado de Suevia en las campiñas nemorosas, lograste comprender el audaz sueño. Y él solo pudo en tus azules playas descubrir animosos corazones, capaces de arrostrar del Oceano los misterios horrísonos, ansiosos de empresas adecuadas a sus bríos. Y escucha Dios la férvida plegaria, que ante el Pilar eleva de María el vástago mayor del Zebedeo. Y el arcano del piélago profundo se rasga, cual del templo Salomónico el velo ritual, ante las proras de las augustas naves de Castilla. Y de la Cruz con el divino emblema, santifican católicos ministros vírgenes bosques y cencidas cumbres. El indio, que las aras de sus dioses falsos regaba sin cesar con sangre de su hermano infeliz, y ciegamente saciaba sus inversos apetitos, o exhausto de prolíficos rebaños, sus festines con vísceras humanas regalaba, cual Lúculo sus ágapes con raras aves y sabrosos peces, llega a adorar el sacrosanto Leño, cuya excelsa virtud en su alma encuentra eco, por gracia del tesón sublime de Gante y del humilde Motolinía. De Jesucristo el Verbo luminoso recogen los hispánicos Licurgos en código eternal. ¡Así los rayos del sol se enfocan en ustorio espejo! Y la princesa azteca con el prócer, que al pecho ostenta la purpúrea espada del hespérico apóstol, parte el tálamo al fulgor de la antorcha de Himeneo. El silencio quebranta de los tórridos valles el silbo de las cañas dulces; esmaltan la extensión de las llanuras olivos verdes y dorados trigos; y del maguey en los silvestres gladios se cardan de la oveja los tusones; y el rico humor, que del moral segrega el industrioso huésped, asegura el lucro de naciente alcaicería. La cabra trisca en el peñasco abrupto, el toro dócil, la testuz armada somete del arado a la coyunda, y el rápido corcel que, ante los ojos del indígena, fué sumiso al freno del jinete español, veloz centauro la curva airosa de su lomo brinda a los muslos broncíneos del cacique feroz, guarnido de carcaj repleto y engalanado por vistosas plumas. Desde el jardín, en floración constante, que sojuzgó la aventurera espada de Ponce de León, hasta el estéril pico que dobla Sebastián Elcano, persiguiendo el periplo del planeta, triunfa el genio español. Doquier culmina su pura fe, sellada en los ecúleos por generosos mártires sin cuento. Y se transforman en honestas greyes las que antes fueron degradadas hordas; y suenan himnos al Señor, cantados en la solemne lengua castellana. Y del órgano vibran los acentos en los arcos de pétreas catedrales, cuyas torres y cúpulas se yerguen, ora en barrancos del azul Ajusco, ora del Ande en los ciclópeos flancos. Hoy estos pueblos jóvenes ostentan, madre España, tu misma ejecutoria y en el palenque universal levantan el invicto pendón que tú les diste; y de Mercurio en el estadio aspiran a conquistar el galardón, y pueden ceñir ya las guirnaldas de Minerva. Mas si Mavorte, de atizar cansado el fuego de vernáculas discordias, sus asuntos fatídicos un día osa lanzar contra las hijas nobles del hispano solar, ellas, que sienten por las venas correr sangre de Sotos y Solís y Valdivias y Alvarados, laureles segarán, con sus proezas fatigando la trompa de la Fama. ¡Y el estruendo marcial, como epinicio, oiráse de Cantabria en los peñones y de Castilla en los austeros fundos y en el gayo vergel de Andalucía! A bordo del «Reina María Cristina».[1] Bienhaya el generoso pensamiento de celebrar improvisada fiesta en pro de institución, al salvamento de los posibles náufragos dispuesta. Que debemos nosotros, entregados al azar de las olas de los mares, prevenir los designios de los hados de futuras borrascas tutelares. Cada cual al festejo contribuya con los propios talentos y aptitudes, y, en tan propicia circunstancia, suya quiera hacer la mayor de las virtudes. ¡La santa caridad, de los rigores de las edades bárbaras sepelio! La flor más perfumada de las flores ¡que esmaltan el vergel del Evangelio! Emitan voces ágiles su cántico y exhale la guitarra su elegía, para rizar las aguas del Atlántico con acordes corrientes de armonía. De la nave apresuren la derrota y alegren el humor de la asistencia los valientes compases de la jota que del crótalo exigen la cadencia. Los sones apacibles de la lira y el grave ritmo del hispano verbo, del ponto aplaquen la versátil ira y de sus ondas el sabor acerbo. Y plegue a Dios, en premio de la ofrenda que le hacemos del mar en la bonanza, de nuestras vidas alumbrar la senda con el claro fanal de la esperanza. Vasco Núñez de Balboa. En región de bermejos encinares, que amargo fruto dan y útil corteza, tuvo sus nobles, aunque humildes lares, el capitán de insólita entereza que, despreciando riesgos de los mares y en pugna con atroz naturaleza, plantó de ignoto piélago en la orilla los regios estandartes de Castilla. Color moreno, penetrantes ojos, sonrisa al par afable y desdeñosa, talante delator de los antojos de mando que su espíritu rebosa, la mirada perdida en los rastrojos, de la tarde a la luz caliginosa, soñando gloria y libertad traspasa Vasco las puertas de su vieja casa. Deslucido el velludo del tabardo y oxidados los pinchos de la espuela, su incierto porvenir confía al tardo velamen de arriscada carabela. Y cual si fuese mísero bastardo que perdió la esperanza de la hijuela, va del azar a resistir el choque sin más amparo que el paterno estoque. Mente fecunda, voluntad forjada de inopia juvenil por el martillo, con el alegre humor del camarada, limando la aspereza, el caudillo, por riscos trepa, por pantanos nada, descarga el arcabuz, mella el cuchillo, templa la sed en ponzoñosas fuentes, desenrosca del cuerpo las serpientes. Pernocta del peñasco en las laderas socavadas por lóbregos cubiles, duerme arrullado por rugir de fieras, despiértase mordido por reptiles. Páramos, ríos, bosques, cordilleras encuentra al paso de su hueste hostiles, y cava a sus secuaces sepultura en el fango de fétida espesura. A la vera de ciénagas ingratas, en círculos agrupa los corceles que llevan, por horrendas caminatas, carcomidos los cascos y las pieles. Elude atronadoras cataratas, se arrebuja en infectos arambeles, sacia el hambre con ásperas raíces, lava en turbio paúl las cicatrices. Veloz corrige, porque el cielo quiso predestinarle a tan heroica empresa, los avarientos cálculos de Enciso y el horóscopo aciago de Nicuesa. Y al sufrir duro y al mandar conciso, raudo en la lid y cauto en la sorpresa, dilata sin cesar sus horizontes hendiendo rocas y talando montes. El pie seguro, el ánimo sereno, la noche alerta y avanzando el día, en el alma la fe del Nazareno y en los labios el nombre de María, pone a desmayos de su gente el freno, como bronce tenaz, de su energía, porque halague sus tímpanos sonoro raudal que mana la salud y el oro. Ilusorio raudal, de boca en boca sugerido por cien generaciones, que a temerarios éxodos provoca a tropeles de hispánicos leones. Mentida fuente cuya linfa toca de oro y zafir miríficos filones, acicate de Alcides y Perseos en Europa abrumados de trofeos. Mas Dios no quiso el gigantesco alarde castigar con la pena del fracaso: quiso que el mundo para siempre guarde la memoria de España en el ocaso. Y fué de Otoño en apacible tarde cuando, ya lento y vacilante el paso, vió Vasco al sol, desde difícil cumbre, en incógnito mar hundir su lumbre. Inmenso y virgen mar que los volcanes de las niponas ínsulas rodea, y el edén reservado a Magallanes con brisas salutíferas orea, y alaba eternamente a los titanes que escribieron la hispánica odisea sojuzgando borrascas y bajíos con la quilla inmortal de sus navíos. Al mirar el soberbio panorama, del camino olvidando los abrojos, del héroe el fuerte corazón se inflama, y con sublime fe, puesto de hinojos, a la Patria y al Rey férvido aclama, al cielo alzando los suspensos ojos. ¡Que a la gracia de Dios, y no a su aliento, atribuye el magnífico portento! Apenas viste la naciente aurora la lontananza con sus velos blancos, se apercibe la hueste redentora a descender del monte por los flancos. Rugiente fauna y enervante flora sorprende en matorrales y barrancos, y pone el pie sobre la móvil raya que dibujan las olas en la playa. Y cuando, nuncio de la noche oscura, surge el lucero de la tarde, Vasco, ciñendo al torso hercúleo la armadura y a la frente capaz el férreo casco, audaz tremola con su mano dura, que en la infancia abatió más de un carrasco, de Castilla el pendón, y entra hasta el pecho, del nuevo mar en el profundo lecho. Y ofrece, el nombre de las tres Personas de la Divina Trinidad lanzando al monstruo azul que las diversas zonas del orbe surca con murmurio blando, su espléndida invención a las coronas fundidas en la sien de San Fernando, y adorno entonces de infeliz Princesa, de mal de amores y de celos presa. Dad la gloria, Señor, al denodado capitán que en sus épocas precarias, perfidias y vejámenes del hado conjuró a cintarazos y plegarias: y de Acla en el patíbulo inmolado por la cobarde envidia de Pedrarias, legó a los siglos venideros nombre que vivirá mientras que viva un hombre. Dadle también que pueda, sobre ingente peñón del Istmo por Mercurio roto, ver su efigie copiada en la corriente que une los mares de Valdivia y Soto: y a los jóvenes pueblos de Occidente hacer delante de su imagen voto de sembrar de la América en las proles el amor a los fastos españoles. Fernando Cortés. Retrato. Talla corta, tez quebrada por las auras matutinas de la sierra; ancho el pecho, y la mirada del color de las encinas de su tierra. En las armas asaz ducho, de la coima en los placeres arriesgado; vano poco, grave mucho, dadivoso y a mujeres siempre dado. Con la espada mantenía, mas que fuese incierta y poca, su razón; y en los pleitos que ponía era firme como roca su tesón. Duro en pasar sed y hambre, en la estrechez y en la priesa del lidiar; en la paz daba a un enjambre de hijodalgos a su mesa de yantar. Amaba en casa el reposo, y en la ajena desafueros de pasión; siendo atrevido y celoso a la par. ¡De putañeros condición! De su abundancia costumbre con tanta mesura hizo e hidalguía, que ni daba pesadumbre ni alarde de advenedizo parecía. Todos los años tomar para limosnas usaba mil ducados; y decía, al se empeñar, que el interés rescataba sus pecados. Con los indios fué clemente, y sus justicias con saña no manchó. ¡Dios haya al hombre valiente, que a España una nueva España regaló! Hernán Cortés. Elogio. Las águilas bicípites tendieron por todo el orbe las potentes alas, y a los pueblos de Europa estremecieron al plaustro uncidas de la invicta Palas. Las barras de Aragón y los leones de los concordes reinos de Castilla, saturaron de fe los corazones de arriscados pilotos en Sevilla. Y los de Austria acoplando a sus cuarteles, el de España inmortal límpido escudo, sobre ritos innúmeros de infieles bajo el tórrido sol erguirse pudo. En el Vésper dormita un hemisferio que de tribus disímbolas se puebla, a la sombra enervante de un misterio más insondable que del mar la niebla. Entre el hervor del piélago antillano, que del suevo Colón surcó la proa, y la llanura azul del Oceano descubierto por Núñez de Balboa, elévanse gigantes cordilleras y se dilatan abundantes fundos, agreste asilo de iracundas fieras, lecho nupcial de gérmenes fecundos. Allí turba heteróclita se mueve que, a impulso de antagónicos afanes, de sangre mancha la impoluta nieve de las cumbres de espléndidos volcanes. Y adorando a los ídolos marmóreos, atisbo de otros cultos milenarios, acompaña con gritos estentóreos nefandas fiestas y suplicios varios. Desnudo el tórax, el mirar astuto y de plumas ornada la cabeza, a la carne mortal rinde tributo broncínea raza de servil rudeza. Y esclava de rencores inconexos, a la razón suplanta con la ira e invierte los instintos de los sexos y alimenta de impúberes la pira. Al culminar la bárbara hecatombe que devasta fructíferos jardines, se escucha de unas cajas el rimbombe y el épico clangor de unos clarines. Anuncio son de mílites apuestos, ayer curtidos por mistral de Galia, o de las tropas indomables restos, que a Gonzalo siguieron por Italia. O terror de los moros alquiceles, que, ceñida la sien de verdes lauros, cabalgan en sus béticos corceles como tropel de míticos centauros. Y aunque veloces como el rayo bajen del monte arisco a los sembrados predios, freno será de su furor la imagen de la Virgen marcial de los Remedios. La que en arzón de potro jerezano, templó quizá la cólera española a la orilla del turbio Garellano y en la tarde feliz de Ceriñola. ¿Quién con el eco de su voz aterra a aquel vestigio de invencible tercio, que parece llegar, no en son de guerra, sino a abrir las corrientes del comercio? Es Fernando Cortés, es el bizarro mozo que en lid contra implacable inopia, siente bullir la sangre de Pizarro en el torrente de la sangre propia. Aplacan la ambición de aventurero, que es aguijón de su robusta mano, su honor de irreprochable caballero y su firme esperanza de cristiano. Si de prudencia singular provisto sus pasiones a veces disimula, también derroca por amor de Cristo los toscos simulacros de Cholula. Y si ejercita de la ley la espada en las amigas y contrarias huestes, a confesar sus culpas se anonada también de hinojos ante humildes prestes. Y, al ver su ingenua devoción sencilla, logra que el pueblo idólatra se asombre, porque tan dócil ante Dios se humilla quien no se postra ante el poder del hombre. Honor al héroe que el pesar resiste sin desmayo ante el borde de la tumba, y las tinieblas de la noche triste a tiros de arcabuz rasga en Otumba. Gloria al caudillo de vigor extraño que nunca arrestos ni arrogancia sufre, y estimula el esfuerzo de Montaño para arrancar del cráter el azufre. Y sabe amar hasta el postrer extremo la fértil tierra que donó al de Habsburgo, do fué al par Alejandro y Triptolemo, espontáneo Solón y hábil Licurgo. Paz al titán que tras contienda seria en que impone la férrea disciplina, con los alientos próceres de Hesperia fecunda las entrañas de Marina. Y al iniciar las combinadas proles en hoscas sierras y en risueños llanos, hace latir los pechos españoles al compás de los pechos mejicanos. Pedro de Alvarado. Aqueste rubio hidalgo con músculos de Alcides, nació en lugar recóndito de montaraz comarca, tan pobre en manantiales cual rica en adalides, cuyo tesón sin límites el universo abarca. Esta región, sembrada de oscuros encinares, de míseros villorrios, de fértiles dehesas, muy cerca de los montes, más lejos de los mares, templó a sus hijos para marítimas empresas. Del Anahuac el héroe, el pertinaz Pizarro, el incansable Soto, el ágil Orellana, tal vez en sus abriles, al pie de algún chaparro, soñaron con la virgen región americana. Tal vez el mental vuelo alzando hasta la cumbre que otea de sus campos los horizontes grandes, del mismo sol que veían doradas por la lumbre, vieron brillar las cimas nevadas de los Andes. Llevó el azar a Méjico a Pedro de Alvarado, sin mancha en el escudo, sin blanca en la escarcela, con puño que no ignora la esteva del arado, con brazo que domina la espada y la rodela. Con una pobre y negra ropilla acuchillada, más que por ricas fonas por sórdidos jirones; con un puñal mellado, con una buena espada, con un vetusto casco que antaño lució airones. Un hacendado y viejo Comendador, su tío, al ver de su indumento el humillante estrago, le dió, como limosna, ya a bordo del navio, ropilla que ostentaba la cruz de Santiago. Y el que su misma inopia armaba caballero para arrostrar impávido peligros y contiendas, por los arranques nobles del corazón entero, hacerse sabrá digno de juros y encomiendas. Parar las estocadas, cargar los arcabuces, serán solaces propios del que en sus años tiernos doblaba de los toros salvajes las testuces con las hercúleas manos asidas de los cuernos. Y del corcel al lomo que rechazó las sillas, con los potentes muslos para trotar se agarra, o ensancha los pulmones, dilata las costillas en las fatigas tónicas del juego de la barra. Las mejicanas sierras en las ciclópeas moles, los mejicanos ríos en la feraz corriente, sintieron sus indómitos arrestos españoles, supieron sus licencias de audaz adolescente. Sin que el metal impida de la marcial coraza que del amor el dardo su carne flaca pinche, con las aztecas núbiles sus ímpetus solaza mientras comparte el tálamo Cortés con la Malinche. Galán de sangre cálida, acude a índicos bailes; católico sincero, asiste a ritos sacros, se postra ante las plantas de los mendigos frailes, derriba con la clava grotescos simulacros. Para la lid sangrienta alistase el primero, de Venus los umbrales antes que nadie pisa, y gana tanta tierra al golpe de su acero como femíneas almas el eco de su risa. Y aquella triste noche que a poco empaña el lustre del estandarte invicto de las hispanas gentes, saltó el canal más ancho de la ciudad lacustre la lanza por garrocha, y armado hasta los dientes. Si obedecer le toca, su vida juega, y cuando como un torrente rápido irrumpe en Guatemala, desbordan el coraje las voces de su mando, y cual blandió el estoque, empuña la bengala. El ansia de laureles que el ánimo le azuza no admite que sus huestes estén un punto quietas, y al empeñarlas terco en ardua escaramuza, el polvo muerde, el pecho punzado de saetas. Los ojos turbios, pálido el rostro por la herida, no deja que una mano amiga se la sonde, y así, con un cristiano desprecio de la vida, al desconsuelo estéril de su legión responde: «La herida de mi cuerpo no importa que se agrave: la herida que me aflige la tengo en la conciencia; llevadme, hermanos míos, llevadme a do la lave con bálsamo incorrupto de santa penitencia». Francisco Pizarro. Bebió hasta el fondo el cáliz de amargura, mudo y paciente en sus primeros años, y en el campo feraz de Extremadura apacentó pacíficos rebaños. Enterrando domésticos pesares en los ejidos de paternos fundos, entregóse al capricho de los mares para explorar los inventados mundos. Y aunque fué tan indocto que tenía la señal de la cruz por firma sola, él con la enseña de la cruz sabía prolongar la Península española. Del bastardo el emblema en los cuarteles del centenario paternal escudo, con lozanas coronas de laureles borró el arranque de su brazo rudo. Y alentado por épicos arrobos ante la vista del siniestro casco de su viejo blasón, do rampan lobos por la áspera corteza de un carrasco, del sol terrible de la ardiente zona sintiendo apenas en su tez la traza, cambiar no quiere por la endeble lona la veste de metal de la coraza. De su inflexible voluntad el hierro opone al fallo de la adversa suerte cuando burlando va de cerro en cerro las torvas asechanzas de la muerte. Si su genio jamás los atributos acicalaron de Amadís de Gaula, porque sólo lecciones de los brutos escuchó de los montes en el aula, jamás tampoco su radiante estrella empañan nubes de soberbia impía, porque guarda en su espíritu la huella de luz de la Sagrada Eucaristía. Ni al vil dogal de la ambición sujeto cuando promulga a sus antojos leyes, olvidase versátil del respeto debido al solio de sus altos Reyes. Ni apagar logran sus alientos grandes jaguar astuto ni feroz caníbal al escalar las crestas de los Andes, digno rival del ímpetu de Aníbal. Sin que le arredre el vendaval que curte la hirsuta piel de horribles alimañas, con el ojo avizor arrostra el lurte desprendido de gélidas montañas. Baja después por enroscadas sendas y sobre horrendos precipicios brinca hasta otear las ondulantes tiendas de las haces innúmeras del Inca. No cuenta, no, los adversarios. Sólo mide del propio corazón el brío y en el cauce del índico Pactolo del hispano valor desata el río. Y el son procaz de la robusta trompa y el golpe seco del tambor por norte, cual líbico león, sobre la pompa lánzase audaz de la solemne Corte. Caciques mil y príncipes soberbios con sangre crisman las ornadas testas y yacen rotos los tirantes nervios que templaron las rápidas ballestas. Y el Sol, que adora la vencida gente, asombrado en mitad del horizonte, lanza también sus dardos a la frente de la nueva deidad que abortó el Monte. Y la Cesárea Majestad, pasmada ante un Mavorte que tan alto vuela, le adorna el pecho con la roja espada del Apóstol marcial de Compostela. Y él, con la cruz sobre el ropón negruzco, lidiando sigue de barranco en cima, desde los nidos de condor del Cuzco hasta el risueño litoral de Lima. Gloria al varón, de impavidez portento, que se apercibe al épico milagro pactando ante el Divino Sacramento paces con Luque y el falaz Almagro. Hosanna al seductor de muchedumbres que el corazón irreductible siente latir con ritmo incólume en las cumbres de los Alpes del Nuevo Continente. Honor al héroe que de mil rapsodas fatigara la voz con sus ejemplos y arrasa monolíticas pagodas para erigir a Jesucristo templos. Himnos a aquel que, de su fértil vida en el ocaso, a la traición resiste y contra soldadesca enfurecida, en su derecho atrincherado, embiste. Y a mercenarios séquitos compactos a raya tiene con el brazo mismo que despuntó las frámeas de los cactos y retó a las negruras del abismo. Y cubre de cadáveres las losas de la indefensa virreinal estancia, y sabe con paradas prodigiosas desconcertar la juvenil jactancia. Hasta que ya la resistencia extinta, en su herida mortal templando el dedo, la cruz prefiere que en el suelo pinta a la cruz de su estoque de Toledo. Y sordo ante el sacrílego anatema que el vencedor le vierte en el oído, besa tres veces el sangriento emblema y rinde a Dios el alma arrepentido. A Don Vasco de Quiroga. Primer Obispo de Michoacan. I Este Pastor, de sus ovejas gozo, al mundo vino en la almenada villa donde lanzara su primer sollozo la Católica Reina de Castilla. Y revistiendo, al apuntarle el bozo, negra garnacha y cándida golilla, equilibró con ejemplar templanza, de Némesis adusta la balanza. II A las lides marciales las provectas disciplinas prefiere de la Curia, y templa su razón contra las sectas que abortan el orgullo y la lujuria; e intérprete sagaz de las Pandectas, apaga con sus máximas la furia de la ciega pasión, y alza al Derecho un altar en el fondo de su pecho. III Jamás, huyendo de la docta escuela, en sórdido burdel mancha la loba, ni en despojar de blanca la escarcela invierte el tiempo que a los folios roba. Y si pasa tal vez la noche en vela al pie de algún balcón y amores trova, efluvios son no más de su alma pura con que riega la flor de la hermosura. IV Por raza hidalgo, apóstol por instinto, de probidad y de tesón portento, la espada de Sahagún puesta en el cinto y en la gloria de Dios el pensamiento, solicítale el César Carlos Quinto, y le buscan filósofos de Trento; mas él renuncia marcesibles palmas y va a ganar para los Cielos almas. V Dorar no quiere su blasón Don Vasco, ni al dirigir al Véspero la proa, ajusta malla, ni se ciñe el casco, como en el golfo de Darien, Balboa. Y, al descender hasta el feroz tarasco, más las verdades que propugna loa, que, al restallar de estoques y broqueles, varones ambiciosos de laureles. VI De Hernán Cortés y de Guzmán dirime con inflexible aplomo la querella, y sólo de la Ley el gladio esgrime cuando los labios contendientes sella. Y, al hablar docto y al callar sublime, deja doquier de su virtud la huella, sensible del herido a los clamores, severo con los rudos agresores. VII La santa caridad que le devora le hace ver en los pobres sus iguales, cuando erige la insignia redentora de la cruz en hospicios y hospitales; por consolar al párvulo que llora, del indigente por curar los males, levantando en el páramo cencido columnas vencedoras del olvido. VIII Fieras hordas en cívicos estoles trueca su dulce abnegación cristiana, e instaura iglesias do se yerguen moles enrojecidas por la sangre humana. Y escuchan sus oídos españoles a indios rezar en lengua castellana, del Huerto la Oración que al cielo guía, y el saludo del Ángel a María. IX Del indígena el ánimo tardío apresura del aula en el ambiente, y los terribles ímpetus del río evade con los arcos de la puente. Do creció la cicuta del hastío, de la esperanza arroja la simiente, y predica a su grey, más que en el templo, con la muda eficacia del ejemplo. X Agricultor, el plátano fragante planta a la vera de la espiga rubia, y acostumbra los frutos de Levante a menos débil y frecuente lluvia. Artífice, del horno crepitante, isócrono telar y sorda gubia descubre el uso a manos inexpertas, ayer, del sol a los halagos, muertas. XI Y es del tronco español lozano brote que en fuerza vence al invencible Cabo del Tercio, confusión del hugonote y dique a las codicias de Gustavo, que es de la Armada de Selim azote, y hace del solio de Isabel esclavo al pirata del piélago argelino y al petulante alumno de Calvino. XII Y es soldado en la hueste reclutada por los solares de la Patria mía, que, al empuñar el báculo o la espada, con la prudencia hermana la energía. Y de la cumbre del volcán nevada, al llano azul de tropical bahía, de Jesús las palabras confortantes va enseñando en la lengua de Cervantes. XIII Sublime verbo que nació en los fundos del generoso corazón de España para extenderse por ignotos mundos salvando el mar y el llano y la montaña, y ennoblecer con gérmenes fecundos, a lomos del Pegaso de la Hazaña, el tálamo nupcial de cien naciones que eternamente emitirán sus sones. Fray Pedro de Gante. I Este que opone plácido semblante del tarasco feroz al rostro arisco y, salvando la ciénaga y el risco, por varga virginal sigue adelante, se llama, en religión, Pedro de Gante, y, dócil al dogal de San Francisco, ovejas, de Jesús para el aprisco, busca a occidente de la mar de Atlante. Del lacio con las letras y las tildes fijará de los indios más humildes el verbal y confuso pensamiento. ¡Y hará, merced a sus modestas listas, para la eterna Patria más conquistas que todos los exégetas de Trento! II La ardiente caridad será su lumbre; la esperanza, el fanal de su conciencia, y la fe en la insondable Providencia, su bálsamo en la amarga pesadumbre. Luchará contra bárbara costumbre armado del broquel de la paciencia y, por bordón la santa penitencia, dominará de la virtud la cumbre. Florecerán los frutos, en sus labios, del Evangelio en el vergel nacidos para endulzar con el perdón agravios. ¡Y abolirá, del Trópico en la calma, la torpe esclavitud de los sentidos por la divina libertad del alma! III ¡Gloria a ti, milagroso pordiosero, que en rosa cambias el silvestre cardo, al dar al siervo del placer bastardo la obediente pureza del cordero; y más cautivas al azteca fiero con los jirones de tu traje pardo, que Cortés con las martas del tabardo o con las limpias luces del acero! ¡Gloria a ti, apóstol de la Nueva España, que, del amor sembrando la simiente en fértil vega y en atroz montaña, más que raudo corcel o lenta quilla, propagas por los pueblos de Occidente la redentora lengua de Castilla! El Padre Motolinía. Cortan con fúnebres alas el viento los zopilotes; lucen lerdos guajalotes sus negras y rojas galas; salen cobrizas zagalas, que aún ignoran las ovejas, de humildes chozas bermejas perdidas en frondas ralas. Los miserables poblados, ajenos a urbanas leyes, están de agudos magüeyes y verdes milpas cercados. Rostros por el sol quemados asoman en chozas ruines y vuelan los chapulines por los agrestes vallados. La opulenta lontananza limita como corte brusco la mole azul del Ajusco, del caminante esperanza: y, a medida que se avanza, surgen cañadas y alcores y medran silvestres flores en la apacible templanza. Cierta mañana de Enero, al primer rayo del sol, un religioso español sube por agrio sendero. Endulza su rostro austero boca rasgada y risueña, viste sayal de estameña, calza sandalias de cuero. Vió en un lugar castellano del sol la primera luz, y el santo amor de la Cruz le subyugó tan temprano, que el cuerpo arrogante y sano negó precoz al placer de la carne, para ser de los mendigos hermano. Su generosa humildad y su absoluta obediencia le iluminan la conciencia, le forjan la voluntad: y a difundir la verdad le arrastran al mar de Atlante, sin otro faro delante que la santa Caridad. El que hollando diligente va del monte la retama, en las Castillas se llama Toribio de Benavente. Y al mirar la indiana gente el traje que e atavía, prorrumpe: «Motolinía», entre procaz e indulgente. Y por la ruta, penosa al fácil pie de una cabra, oye la misma palabra cuando en su marcha reposa; voz denigrante o jocosa que le va hiriendo el oído doquier, y cuyo sentido preguntar apenas osa. Alzando al fin la cabeza, al mocetón que le guía dice: «¿Qué es motolinía?» y él le responde: «Pobreza». Ufano de su bajeza levanta entonces los ojos al cielo azul, y de hinojos ferviente plegaria reza. Y a la muchedumbre unida en torno de su persona, burlas e insultos perdona con alma de amor herida. Y, por la gracia transida la soberbia, prez del hombre, solemne exclama: «Ese nombre llevaré toda mi vida». Noble dechado de amor y sacrificios oscuros a cuyos acentos puros se arrepiente el pecador: sólo pueden el valor ensalzar de tus virtudes los seráficos laúdes que complacen al Señor. De tus sencillas lecciones, ricas en tropos agrarios, los rurales campanarios evocan las emociones; y más que los varios dones, de feraz naturaleza enriquecen la pobreza de los indios corazones. No lograron entibiar tu celo ardiente los años y ni un punto tus rebaños eludiste apacentar. ¡Y dejaste, al acabar esta vida, a tu afán poca, un elogio en cada boca y en cada pecho un altar! El Venerable Palafox. Infolios que dormís en los estantes de cedro de esta insigne biblioteca y fuisteis sabios consejeros antes de la familia hispánica y azteca: Reconcentrad en las marchitas hojas, de vuestros padres los hercúleos bríos, y, a disipar desmayos y congojas de la moderna juventud, abríos. Desenterrad los múltiples caudales de vuestra varia y eficaz doctrina, para verter sus límpidos raudales como las fuentes agua cristalina. Y así el nombre a discípulos noveles enseñaréis del caballero hispano que os supo atesorar, como joyeles del ingenio español, con fácil mano. Del varón cuyo aliento sintetiza un pueblo ilustre que ilustrando goza; y, aunque bastardo, en el blasón de Ariza intercala los timbres de Mendoza. Infatigable defensor del pobre, cuando pompas efímeras rechaza, del indio ve bajo la piel de cobre latir virtudes de su propia raza. Y si edictos tiránicos deroga y pragmáticas útiles arbitra, acrecienta el prestigio de la toga y los sacros fulgores de la mitra. Estudiando en monástico aposento aventuras de nómadas mongoles, el fruto de su afán esparce al viento en rotundos períodos españoles. O relata con péñola vibrante la rota del francés, en la frontera de las campiñas eústkaras, delante de los tercios de Enríquez de Cabrera. Y resiste a las huestes de Loyola con inflexible convicción honrada, acreditando, sin manchar la estola, sus aptitudes para usar la espada. La vista apacentad, generaciones contemporáneas al pasado fieles, a través de estos sólidos balcones, del próximo jardín en los laureles. Y si al romper las escolares filas la sien orláis con su ramaje oscuro, elevad, elevad vuestras pupilas al retrato que cuelga de este muro. Y deponed las bulas de Minerva a los pies de la efigie del Prelado que en el docto recinto se conserva por él en Angelópolis fundado. Don Juan Ruiz de Alarcón. Ganar amigos, desdeñar honores, defender la verdad y la cautela son los principios de su pulcra escuela reflejos de recónditos dolores. El numen de Anahuac liba en las flores y de la mar sobre las ondas vuela, en alas del romance y la espinela, al ilustre solar de sus mayores. Y allí propala, de su sangre ufano, las virtudes del pueblo castellano que despiertan la envidia y el respeto: Y del laurel las codiciadas hojas disputa a Tirso, Calderón y Rojas, al fértil Lope y al sutil Moreto. Sor Juana Inés de la Cruz. Argumentos sutiles esta monja aventura, la péñola en la mano, que repite después algún indiano, de San Felipe al recorrer la lonja. Y ya razone mundanal lisonja, ya de místico amor sonde el arcano, su musa es hoz que en el vergel pagano de Apolo siega la mejor toronja. Décima Musa de la Nueva España, entre volcán y gélida montaña engendrada en insólito paisaje: ¡Gloria a ti, de tu siglo maravilla, que ilustras en el habla de Castilla los vascos timbres del blasón de Asbage! Bernal Díaz del Castillo. Este fiel cronista, este hombre de guerra, cuya indocta péñola parece una rama de agreste romero o arisca retama de alcor perfumado por aire de sierra: por aire de sierra de hispánica tierra, que al niño más débil convierte en gigante, da fuerza a los puños, nobleza al talante y viles pasiones del alma destierra. Este audaz soldado que el brazo ejercita, los ojos aguza, sojuzga los nervios, en lid contra aztecas caciques soberbios que en hondos abismos Cortés precipita; los grandes portentos que ve no recita, sino en prosa narra, que escribe despacio sin reminiscencias del arte de Horacio ni de los preceptos del Estagirita. Familiarizado con el dios bifronte, contemplando ecuánime reveses y hazañas, se abrasa en secanos, confórtase en brañas y ve, a cada aurora, un nuevo horizonte. Y amistad con Clio trabando en el monte, después los recuerdos ordena en el soto que, escritos, haránle rival de Herodoto y tan fidedigno como Jenofonte. El concepto justo, la emoción lozana, imparcial el fallo, comedido el tono, sus relatos, limpios de envidia y de encono, tienen la pureza de una azul mañana. Y diáfanos fluyen cual de una fontana la linfa en arroyos por el verde otero, y están impregnados de olor de romero, color de amapola, sabor de manzana. Su fresca memoria ni olvida ni miente; la rudeza misma de sus expresiones sabe apoderarse de los corazones cual jamás lograra discurso elocuente. A fuer de labriego, dice lo que siente: a fuer de hijodalgo, siente lo que dice, sin que en sus comentos jamás se deslice ni baja lisonja ni insulto estridente. Su péñola cuenta lo que hizo el acero por bosques y ciénagas tenaz peregrino, con el desengaño de un buen campesino, con el desenfado de un buen caballero. Y, cabeza firme, corazón entero, en armas diserto y en letras profano, el vigor del mílite, la fe del cristiano sazona con chanzas del aventurero. Bienhaya este hidalgo que, sagaz la vista, prodigioso el tacto y alerta el oído, por la sabia industria de Cadmo, ha sabido de la Nueva España fijar la conquista. ¡Gloria al buen soldado, honor al cronista que los españoles fastos interpreta con las desnudeces de un anacoreta y las certidumbres de un evangelista! La Catedral de Méjico. I Soberbia Catedral que alzas al cielo tus torres, fenecidas por campanas también de mármol, como dos hermanas gemelas juntas por el mismo anhelo. A mi angustiado corazón consuelo da la castiza devoción que manas de tus altos lunetos y ventanas, como un olor de mi nativo suelo. Catedral hermosísima, ¡no sabes, al discurrir por tus solemnes naves, cómo se agranda mi español orgullo oyendo el salmo y el responso triste que tú de mis abuelos aprendiste de esos órganos mismos al arrullo! II No es la luz en tus bóvedas exigua, como suele en los templos ojivales, cuya sombra a los déspotas feudales en lóbregos rincones atestigua. Y, sin la estéril sencillez ambigua de los cultos heréticos, raudales de luz quebrada en cándidos cristales regalas a la Virgen de la Antigua. A la hispalense imagen de María, que es brújula y broquel, defensa y guía de todos los hispanos argonautas: Y que escucha con rostro placentero las canciones que el órgano severo al aire da por sus enormes flautas. III Agusta Catedral: tus santos muros, que del error afligen los ultrajes, a los más antagónicos linajes ofrecen puertos de salud seguros. La virgen de ojos lánguidos y oscuros, de la mantilla envuelta en los encajes; el indio de las ciénagas salvajes, de tez de bronce y de contornos duros; el grave anciano, el petulante mozo que sangre virreinal siente en las venas, y la mestiza oculta en el rebozo o entre los pliegues fúnebres del manto, ¡vienen a ti para contar sus penas, vienen a ti para enjugar su llanto! Ante el Cristo llamado de Carlos V, que se venera en la Catedral de Méjico. I Justiciero Jesús, que en sangre tinto al pecador enseñas el costado, en cruz a que los indios han labrado con sus ingenuos corazones plinto. Tú que templar el imperioso instinto supiste de Cortés y de Alvarado, y del vencido y vencedor soldado clemente escuchas el clamor distinto, mover dígnate el labio que tortuar de la hiel y el vinagre la amargura ofrecida al extremo de una caña, para dictar a la cobriza gente una canción de gratitud ferviente a los desvelos de la madre España. II Yo esa canción improvisar no puedo, aunque ni fe ni voluntad me falta, porque a mi pobre corazón le asalta, como al alado querubín, el miedo. Tiembla la frágil péñola en mi dedo, rebelde al numen que mi pecho exalta, y quiébrase en mi mano, como salta mal templado el estoque de Toledo. Sólo mi humana condición consiente que mudo adore tu inefable gloria, alumbrando a tus pies cándido cirio, ¡yo que desciendo de la heroica gente que al ganar el laurel de la victoria no tembló ante la palma del martirio! Ante el retrato de una monja. ¿Por qué esta virgen que adornada miro con un vergel de tropicales flores, ha adoptado esas tocas por mejores que la cesárea púrpura de Tiro? ¿Por qué, si supo ayer más de un suspiro arrancar a nocturnos trovadores, o enloquecer a espléndidos señores en fiestas del Palacio del Retiro, hoy ya el cabello aurífero no peina, que, al lado de su madre la Virreina, mostraba, marco de su faz de rosa? ¡Porque Aquél de quien viene su hermosura _pasó por estos sotos con presura_, le dió la mano y la llamó su esposa! En la Pirámide de Cholula. Cuando a los campos dorada clámide tejen los vivos rayos del sol, va de Cholula por la Pirámide, lento ascendiendo, rústico estol. Son indias flácidas, son indios rudos que de sus trajes la sordidez sufren pacientes con pies desnudos, lacios cabellos, cobriza tez. Van dirigidos por dos ancianos, de sus facciones, de su color, que ellos respetan, porque a sus manos desciende el cuerpo del Redentor. Y, más felices que sus abuelos, en sangre humana tintos no están, porque lustrarlos plugo a los cielos de vid con zumos y ácimo Pan. Bajo las luces del meridiano buscan los indios más clara luz, buscan la herencia del héroe hispano, de Jesucristo buscan la Cruz. Divino Emblema que en fausto día osó en la cúspide plantar Cortés, cuando aboliendo la idolatría alzó a la Virgen sobre el pavés. Yérguese abajo sobre amarillas mieses, que alternan con el maíz, y salpicadas de florecillas rojas simulan persa tapiz, torres y dombos de una mayólica que a fuego doran rayos del sol. ¡Eternos focos de fe católica! ¡Timbre del magno pueblo español! ¡Aula escondida de la sapiencia, de ovejas mansas casto redil, seguro asilo de la conciencia, del Evangelio sólido atril! Y cuando invitan las espadañas del Santo Arcángel a la oración, de España, madre de estas Españas, siento latidos del corazón. Madre sublime que sólo ansía conquistar almas para el Edén, y las simientes de su energía arroja al trote del palafrén. Madre de huestes acicaladas en escameles de adversidad, y que en las hojas de sus espadas blanden la antorcha de la verdad. Madre robusta de hombres honrados que a hacer, apenas calla el clarín, van con las rejas de sus arados de cada yermo fértil jardín. Y en balsas frágiles surcan los ríos, aunque los cauces rompa el ciclón, y escollos salvan, burlan bajíos las manos puestas sobre el timón. Tocad alegres, tocad campanas, que en las canciones que balbucís oigo las fuertes voces hispanas de Bernal Díaz y de Solís. Y en esta tierra doquier escucho dejos hidalgos de mi solar, y a ella la lengua me acerca mucho más que me aparta de atlante el mar. Y de sus himnos la melodía es vaga y ágil evocación de peteneras de Andalucía, jotas del Ebro, Cinca y Jalón. Zorcicos, fieles ecos de Euscaria, sardanas sobrias del catalán, y ayes galaicos, como plegaria tiernos, de gaita de rabadán. ¡Que en estos campos, donde opulentos trigos esmalta rojo ababol, hasta las aguas, hasta los vientos cuentan sus cuitas en español! Recuerdo virreinal. I Esta llanura, que al Señor alaba con sus varios y fértiles matices, cuando las gestas de Cortés felices era desierta e infecunda nava. La tierra de estos campos ignoraba de los argénteos olmos las raíces, y el verdor de los húmedos maíces del sol no hería la candente aljaba. En las entrañas de ciclópeos riscos circundados de musgos y lentiscos, holgaban cristalinos manantiales; y marcaba el confín del horizonte la misma línea azul del mismo monte erizado de insípidos nopales. II Un Virrey, madurado en los Consejos del Monarca español, dió a esta llanura sempiterno verdor y la frescura de arroyos mil de límpidos reflejos. Salpicóla de rústicos concejos, de templos de elegante arquitectura y de altas torres que, con línea pura, perfilan policromos azulejos. Y donde antaño víctimas humanas sucumbieron en pilas de granito, bajo el gladio feroz de torvo arconte, hoy repican alegres las campanas, y alcanza el eco de su voz bendito la misma línea azul del mismo monte. III Del templo en el compás medran trigales, y, dentro de sus límites cautivas, esperan la sazón negras olivas y da la vid sus frutos otoñales. Que los héroes hispánicos leales son a la fuente de las aguas vivas, y en vergeles y en gándaras esquivas derrochan los consuelos celestiales. Y es de sus nobles ánimas deleite garantir a la lámpara el aceite que arderá ante la puerta del Sagrario; y a los conversos por su afán divino, con el ácimo pan y el puro vino, la Comunión del Mártir del Calvario. IV ¡Gloria a la excelsa previsión cristiana de aquesos frailes y caudillos, fieles a la ley del Señor, cuyos laureles fructifican en tierra americana! ¡Honor de Hesperia al estandarte! ¡Hosana a esa legión de intrépidos donceles, que ensanchan, al correr de sus corceles, las lindes de la lengua castellana! Y a bautizar con sus oscuros nombres llegan la cumbre del abrupto cerro o el jardín de la plácida ribera. ¡Gloria al pueblo español! ¡Gloria a esos hombres de irreductible voluntad de hierro y de sencillo corazón de cera! SEGUNDA PARTE Su Majestad el Rey de España Don Alfonso XIII[2] Este conspicuo Príncipe, honor de las Españas, de la justicia amante, fanático del bien, de su abnegada madre salió de las entrañas con la Corona regia en torno de la sien. Tuvo un hogar sin mácula como primaria escuela, en un ambiente sano forjóse su razón, y una Princesa, insigne rival de Berenguela, con alto ejemplo supo templarle el corazón. De sus gloriosos reinos al asumir el mando, con el aplauso unánime de su leal país, mostró, con el incólume valor de San Fernando, las nobles y eficaces virtudes de San Luis. Y cuando por los ámbitos de la espantada Europa sonaron los tremendos clamores del cañón, y pueblos, ayer prósperos, bebieron en la copa del desengaño el tósigo de la marcial pasión, este valiente Príncipe, este español Monarca, de los sangrientos campos sobre la estéril haz, alzóse sonriente, de la piedad jerarca, de la clemencia antorcha, apóstol de la paz. Y, al par sensible al llanto del huérfano y la esposa, y de contrarios mílites ferviente paladín, tendió sin desaliento la mano generosa en Londres y en Lutecia, en Roma y en Berlín. Y hoy, ya que Marte adusto al orbe no cautiva y vuelve al fiel la justa balanza de la ley, los pueblos que lucharon, los ramos de su oliva pondrán sobre las sienes de aqueste egregio Rey: Consuelo del que llora sus penas melancólico, de sentimientos puros como la luz del sol, y que ante el mundo ostenta el nombre de Católico con el orgullo mismo que el nombre de español. A las Reverendas Madres Teresianas del Colegio de Puebla de los Ángeles Con inefable júbilo conservaré en mi mente, esposas beneméritas de Cristo Redentor, los armoniosos cánticos que de la Patria ausente, desde el vergel de América, os inspiró el amor. Los regocijos cándidos de vuestra vida pura, las emociones íntimas de vuestro pecho fiel, para alegrar mi espíritu, lanzasteis a la Altura por labios de simpática alumna del plantel. Aunque doncellas débiles, debajo de los velos guardáis sencillas ánimas de esfuerzo varonil y en vuestras horas críticas bajaron de los Cielos sobre vosotras, próvidas consolaciones mil. Cuando al impulso trágico de horrísona anarquía, hirieron vuestros tímpanos las voces del obús, en torno al Tabernáculo luchar con valentía supisteis cual la célica Teresa de Jesús. ¡Que Dios vierta sus dádivas sobre ese honesto claustro donde se educan vírgenes por hueste virginal y que jamás, cual ráfagas del Bóreas o del Austro, conturbe vuestros éxtasis encono mundanal! ¡Elevará sus súplicas al Todopoderoso, con entusiasmo férvido, mi labio pecador para que gracias múltiples derrame en el frondoso pensil donde sembrasteis el germen del candor! ¡Los Ángeles y Arcángeles, de pérfida amenaza preserven vuestros cármenes do crece el blanco lis, y como la evangélica simiente de mostaza vuestro tesón seráfico fecunde este país! ¡Que en él, al par Zumárraga que Gante y Benavente y Palafox insólito, la rubicunda mies trocando en Panes ácimos, de toda ciencia Fuente, colmaron las heroicas andanzas de Cortés! A las Reverendas Madres Teresianas del Colegio de Mixcoac. La mística Teresa contempla desde el cielo en donde mora, vuestra ejemplar empresa y de Jesús implora que os alargue Su mano redentora. Ella, de Cristo amante y de sublime caridad dechado, con plácido semblante el abacial cayado empuña para gloria del Amado. E intrépida recorre sin descanso ciudades y alquerías y no en ebúrnea torre sus nobles energías guarda agotando sin luchar sus días. Le vierte en el oído dulces palabras una voz del cielo que embárganle el sentido y estimula su celo a arrancar la cizaña del Carmelo. Y, siempre la sonrisa dibujada en sus labios juveniles, con generosa prisa del alma en los pensiles ahuyenta del pecado los reptiles. Vosotras, a su ejemplo, conducís a las niñas inocentes del aula al santo templo, y sembráis en sus mentes de la virtud las opimas simientes. De Teresa el Amado derrame en vuestra grey sus bendiciones, y nunca desatado torrente de pasiones turbe la paz de tiernos corazones. En esta Nueva España combatid animosas sin reposo contra la ciega saña del aquilón furioso que amaga la cosecha del Esposo. Del Esposo divino que os dispone en las órbitas del cielo, tras de áspero camino, el eficaz consuelo que merece el ardor de vuestro celo. Y próvido prepara a la legión de cándidas doncellas, a vuestros pechos cara, vestes de luz más bellas que el límpido fulgor de las estrellas. Seguid en buena hora, dilectas del Señor, vuestra porfía, y la inmortal Doctora que escogisteis por guía, os prestará su fértil alegría. Alegría que gime en estrofas pulquérrimas, trazadas con péñola sublime, y dicta las aladas explosiones de amor de «las moradas». Efluvios de alma santa que el dolor de Jesús compartir quiere y agradecida canta al dardo que la hiere ¡y que muere de amor porque no muere! A Ntra. Sra. de los Desamparados, Patrona de Valencia. Para la Agrupación valenciana de Méjico. I Estrella que iluminas los jardines de la risueña costa de Levante y a cuyo resplandor los Querubines ocultan con las alas el semblante; capitana de egregios paladines, numen de artistas de pincel brillante que doquier enaltecen la opulencia del católico reino de Valencia. II A la huerta tres Ángeles del cielo bajaron, con sayal de peregrino, tu Imagen a esculpir, para consuelo del prócer y el humilde campesino, cuando del Rey Ceremonioso el celo rasgó con un puñal el pergamino donde su orgullo la legión destila humillada en Mizlata y en Epila. III Entonces Tú, sobre la sien corona de ígneos rubís y de esmeraldas plena, y, cetro de mirífica Patrona, en la cándida mano una azucena, del cuitado que el prójimo abandona viniste amante a mitigar la pena, brindando blanco pan y lechos muelles al que viste harapientos zaragüelles. IV De Ti, después de tan feliz centuria, del Cid Rodrigo la ciudad se ufana, porque a Tu voz del temporal la furia se amortigua en la huerta valenciana; y el céfiro en las márgenes del Turia concierta su rumor con la campana que de tu templo alégrase en la torre mientras el río entre vergeles corre. V Y conspicuos linajes, descendientes de hidalgos de la Regia Maestranza que contra intrusas y arrogantes gentes salir osaron a romper la lanza; y rústicas estirpes de valientes mozos y niñas que en morisca danza emulan con su encanto de paloma a hurís del paraíso de Mahoma. VI Deponen las mundanas jerarquías para impetrar tus gracias maternales y, así en adversos como en faustos días, anhelan ser en tu presencia iguales; y joyas de encumbradas dinastías y flores de tempranos naranjales, dan para ornar la fimbria de tu manto, al son de ingenuo y fervoroso canto. VII La virtud en la patria de Vicente Ferrer y de Tomás de Villanueva otorga que en alcázar eminente al par culmine que en fecunda gleba; y tendiendo la mano al Occidente, raros carismas y abundancias lleva y en sus arduos afanes acompaña a estos tus hijos de la Nueva España. VIII Y no receles que su ardor relajen los procelosos vientos de estas zonas, ni que las nubes del olvido ultrajen la fe con que sus ánimos entonas. ¡Que en esta fecha, ante tu Santa Imagen siempre vendrán a amontonar coronas, del trópico tejidas con las flores y regadas con lágrimas de amores! A Nuestra Señora de Guadalupe. I El amor de invencibles capitanes que, el peso sin sentir de la armadura, escalaron en Méjico la altura de las ásperas sierras y volcanes; el acendrado amor de esos titanes de la tierra feraz de Extremadura, de cuyos montes en la fronda oscura sintieron de poder locos afanes, destella con eternos resplandores del Tepeyar desde el alcor bravío, del valle inmenso hasta el tapiz de flores; concentrado en la Imagen soberana de la Madre de Dios que, de Luz Río, se proyecta en la tierra mexicana. II Y la Madre de Dios es tan clemente que su divina protección no niega ni al indio ignaro que a sus plantas ruega ni al prócer más soberbio y displicente. Su inmaculado Corazón es fuente que los sencillos corazones riega cual los claros arroyos en la vega de los dorados trigos la simiente. Y por ella del llano en los jardines y de la azul montaña en los confines la cizaña los gérmenes no esquilma. ¡Y es tan humilde, que morar le agrada con los míseros hombres, estampada de un campesino crédulo en la tilma! III Azucena del huerto mejicano: en su horizonte estrella refulgente, cedro del Anahuac, limpio torrente donde la sed de amor sacia el cristiano. Cundan las bendiciones de tu mano del Norte al Sur, del Véspero al Oriente, y el Sol de la Verdad que arde en tu frente disipe de las dudas el arcano. El divino fanal de tus favores alumbre el corazón del hombre ciego que del error en el redil se encanta. ¡Y germinen en él las mismas flores, humilde ofrenda del humilde Diego y sacro nimbo de Tu Imagen Santa! A los Caballeros de Colón. Defensores de la Verdad y de la Patria tradición, las espadas desenvainad, ¡oh, Caballeros de Colón! La idea alzad sobre el pavés que va este pueblo a redimir, y los dogmas de Hernán Cortés osad en mármol esculpir. De la humildad con el rocío fecundizad el corazón de los esclavos del hastío, ¡oh, Caballeros de Colón! Predicad cual fuertes varones nueva cruzada, como antaño por las católicas naciones predicó Pedro el Ermitaño. Enarbolad vuestro estandarte con apostólico tesón; sed de la Iglesia baluarte, ¡oh, Caballeros de Colón! En los fragores de la guerra émulos sed de la constancia del Hermano de Juan Sintierra y del Noveno Luis de Francia. En lo más recio del combate sea la fe vuestro bridón, la esperanza, vuestro acicate, ¡oh, Caballeros de Colón! Que vuestros ánimos ocupe la devoción honda y lozana a la Virgen de Guadalupe que escogisteis por Capitana. De vuestras gestas el orgullo, de vuestras casas el blasón, de vuestras cunas el arrullo, ¡oh, Caballeros de Colón! Estrella que eclipsa soles y a vuestras huestes alboroza, como a los tercios españoles la del Pilar de Zaragoza. De vuestros fundos limpio faro, sobre la cumbre de un peñón; de vuestras proles el amparo, ¡oh, Caballeros de Colón! Consoladora de pesares del Anahuac en las regiones, por la que erígense en altares los mejicanos corazones. Oliva Santa en las contiendas, arco iris tras del ciclón, tutelar de vuestras haciendas, ¡oh, Caballeros de Colón! Ella en los mares de la vida norte será de vuestra nave, y la tormenta embravecida querrá trocar en paz süave. Y afable siempre a vuestro llanto os prestará su bendición, porque lucháis bajo Su Manto, ¡oh, Caballeros de Colón! Desenvainad vuestras espadas, enarbolad vuestro estandarte, sed en las cívicas cruzadas de los creyentes baluarte. Y, de almas conquistadores, la futura generación entonará vuestros loores, ¡oh, Caballeros de Colón! A San Ignacio de Loyola. Vástago fuerte de Ayalde, vió de la infancia las horas pasar en montes de Azpeitia y en verdes valles de Azcoitia. Águila audaz tiende el vuelo desde el caudal del Urola, que ha de ahuyentar al milano de Witemberg, desde Roma. Adolescente, en la vieja ciudadela de Pamplona, el brillo de la armadura acrece con sangre propia. Y hace del lecho en que sufre un escamel, donde forja para arduas lides el alma, cual toledana tizona. En la cueva de Manresa depone mundanas glorias, la voluntad ejercita y el alma hasta Dios remonta. De Melanchon, las blasfemias; de Erasmo, las paradojas; de Calvino, los sofismas, y de Lutero, las cóleras, polvo son cuando se estrellan en la razón de su docta milicia, cual sierpe, cauta, prudente como paloma. Del árbol cuyas raíces él arraigara en Loyola, retoños son el iluso duque Francisco de Borja, que de la corte del César Carlos desdeña las pompas, y el tusón del cuello arranca para colgarse la estola. Francisco Javier, nacido en tierra abrupta, que evoca de los Albretes, encono, de los Champaña, las trovas. Y hasta el Oriente conduce la Cruz divina del Gólgota, y con sus brazos consagra los techos de las pagodas. Luis de Gonzaga que, cándido, ante la Virgen se postra, del Buen Consejo y sus vírgenes ánima y cuerpo le inmola. El siempre lozano lirio del regio tronco de Kotska, en cuyo limpio regazo Jesús, infante, se posa. Y entre los nuevos apóstoles que enfilan las lentas proras al mar azul antillano, al golfo de California, descuellan ilustres émulos del sabio rector Acosta, que del vergel del Ocaso inventan faunas y floras. En las feraces comarcas que brindan esencias opimas, desde la margen del Bravo hasta la Mérida tórrida, de Ignacio van los alumnos prendiendo la clara antorcha del saber, y aclimatando múltiples plantas de Europa. En las ingentes montañas ricos filones explotan de plata, que el orfebrero cincela en diversas formas. Las olvidadas llanuras con rubios trigos exornan, y con policromas flores tejen fragantes alfombras. Con los tezontles bermejos arcos sin fin eslabonan que pasan de cumbre a cumbre, que cruzan de trocha a trocha. Columnas, sostén del cauce por donde corren las ondas de mil abundantes fuentes, durante siglos ociosas, y que dóciles acuden a trocar el yermo en fronda, el arisco erial, en huerto; el jaramago, en magnolia. Adalid de Jesucristo, en su radiante corona luciente esmeralda, emblema de esperanza redentora. Rabadán de los rebaños de almas nobles de Vasconia, botarel inconmovible del templo santo del dogma, extiende tu negro manto por esta raza, que, heroica, volvió a cortar en Granada los lauros de Covadonga. Y tus insignes virtudes sembrando en España, todas sus diferentes familias se fundan en una sola. Que ante el mismo altar se postre, que estudie las mismas crónicas, que el mismo solio defienda, que hable en el mismo idioma, a ejemplo de los titanes que el planeta a la redonda por vez primera surcaron a bordo de la «Victoria». Al Apóstol Santiago. Patrón de España. Santo Patrono de España, orgullo de sus linajes, alumno de Jesucristo, Apóstol de sus verdades; tú, abandonando las redes con que peces de los mares pescabas, lejos del mundo y de sus pompas falaces, la red del Santo Evangelio tendiste en cumbres y valles, de Motril a Finisterre, e ingenuas almas pescaste. Si fué tu trabajo rudo, fué tu cosecha abundante, trasunto de la copiosa del lago de Tiberiades. En los pensiles de Elvira tú, del Genil a la margen, la primer Misa española con pura unción celebraste. Tú a Compostela quisiste legar tus restos mortales, milagrosos cual de santo, redentores cual de mártir. En los perennes peligros de las contiendas alarbes, jinete entre blancas nubes, blandiste gladio flamante, para acorrer providente los cristianos estandartes, no con venganzas de Júpiter, sí con justicias de Arcángel. Osma, Clavijo, Simancas, evocan sangrientos lances, exaltación de las cruces, desdoro de los alfanjes. De tus valientes cruzados que al pecho llevan unánimes flordelisado mandoble teñido en purpúrea sangre, digan las muchas hazañas, cuenten el recio coraje, feroces almoravides e insolentes almohades. De la Torre de la Vela tu pendón, en el adarve, flotó sobre los escudos de prelados y magnates. Rizaron sus albos pliegues del Atlas sutiles aires, copiaron su rojo emblema aguas de Túnez y Tánger. Tu nombre en la hispana hueste aún es señal de combate, como en montes de Calabria ayer, y en dunas de Flandes. Y al escucharlo, las olas del mar inmenso que bate las costas del Inca imperio, las islas de Magallanes, en un inmortal ocaso vinieron a anonadarse ante los áureos castillos y los leones rampantes. Tu insignia adorna los pechos de artistas y capitanes que, con asombro del mundo, espada y péñola blanden. Calderón, Solís, Quevedo, Pizarro, Cortés, Velázquez, con tu litúrgico manto quieren cubrir sus cadáveres. Y los egregios virreyes Mendoza, Velasco, Falces, Villamanrique, Cerralbo, Priego, Alburquerque, Linares, Amarillas, Casa-Fuerte, ornato de los anales de Nueva España, ostentaron también en los negros trajes, en las bordadas casacas o en los arneses marciales, tu misma sagrada enseña, blasón de españoles Martes. ¡Antorcha de insignes tercios, del Reino de España padre, broquel que a mi Patria libras de pérfidos golpes, salve! El raudo bridón no enfrenes, la limpia espada no envaines, ni tus benignas miradas de nuestros predios apartes. Oye propicio las preces que ante tu tumba levanten señores de rancia alcurnia, labriegos de hercúleo arranque, enamoradas doncellas, diligentísimas madres, abnegados sacerdotes, obedientes militares, industriosos mercaderes, magistrados intachables, animosos jornaleros y candorosos infantes; y haz que tu excelsa doctrina temple de España el carácter, sus nobles pueblos ilustre, su trono espléndido ampare, y que, en los tiempos futuros, como en las áureas edades, siga cundiendo en el orbe la clara voz de Cervantes. A la Virgen de Covadonga[3] I Canto a la Madre del Eterno. Canto al más sublime celestial portento, numen de los filósofos de Trento, bandera de los héroes de Lepanto. Ella del alma hespérica el quebranto cura con la eficacia de su acento, y por Ella en el patrio firmamento brilla la faz de Dios tres veces Santo. No como antaño a idólatras augures consultaron los férvidos astures al sentir los amagos de Mahoma: ¡Consultáronte a Ti, flor impoluta, y sobre ellos, saliendo de la gruta, extendiste Tus alas de Paloma! II Y desde entonces, donde Tú los mandes dirigen los hispanos su denuedo, ya contra el moro alcázar de Toledo, ya contra los abismos de los Andes. Por Ti ahuyentan heréticos de Flandes y conquistan la herencia de Manfredo y son capaces de arrostrar sin miedo empresas arduas y peligros grandes. Recibe en tu mansión de la montaña los que te ofrecen míseros honores tus fieles hijos de la Nueva España, y permite a su amor que humilde ponga vivo cairel de tropicales flores en tu sagrado altar de Covadonga. A Nuestra Señora de Covadonga. Reina y Señora de Cielos y Tierra, Patrona de España, que en las orillas del Ebro apareces al Hijo del Trueno: firme Pilar de mirífico temple do embotan su saña gladio feroz de oligarca pagano y alfanje agareno; Emperatriz, del audaz Monserrate surgida en la roca para alejar de la Gótica Marca terribles tormentas, que el corazón del valiente almogávar intrépido invoca al tremolar en la abyecta Bizancio las Barras sangrientas: Del turbio mar de civiles discordias vernáculas, Isla, donde el furor de las ciegas pasiones su empuje quebranta: en los estériles predios que surca el Eresma, Fuencisla, en las ubérrimas huertas que riega el Segura, Fuensanta: En los severos contornos de Mantua fragante azucena que bajo fronda de pinos y encinas esparce el aroma: luz en los muros ingentes enhiesta de alarbe Almudena, del Avapiés en los pobres hogares, divina Paloma: Sol que en la vega feraz y florida, joyel de Granada, nutres, al par de claveles purpúreos, campánulas mustias y, ante el cadáver del Hijo sublime, de amor lacerada, muestras al pie de la Cruz del Calvario, Tus hondas Angustias: Reina, en el llano que el Betis fecunda, de todos los Reyes: en las riberas del Tajo famoso, Guardián del Sagrario: tras de las torres de Cádiz Pastora que juntas las greyes en el redil de impolutas plegarias del Santo Rosario: Cedro de eterno verdor milagroso que fácil retoña del Guadalupe en los bruscos barrancos y abruptas montañas: Faro que alegra la indómita cumbre del vasco Begoña y de Galicia los húmedos valles y humildes cabañas: Gracias sin cuento derramas en todos los pueblos de Hesperia, sombra feliz por el haz de sus campos tu imagen prolonga: ¡pero el mayor y más claro contraste de nuestra miseria con Tu poder providente y pasmoso, está en Covadonga! Surges del hosco fragor de los agrios peñones de Asturias, como Jesús del calor de los henos surgió en el Establo, para abatir del Islam insolente las ávidas furias, para volver del Emir contra el pecho su propio venablo. No eres allí Tutelar de una sola dilecta comarca ni resplandor que una sola cañada risueño ilumina: ¡Tú eres de tantos dispersos linajes la «F[oe]deris Arca»! ¡Tú eres de tantas errátiles huestes la «Lux matutina»! Tú eres en todos los riesgos de España soberbio Estandarte, Tú eres de todas las almas de Iberia benéfico Arrobo; Tú eres de todos los patrios caudillos el único Marte, Tú eres quien presta tesón a Pelayo, pujanza a Jacobo. Suenen, en pro de Tu nombre inefable, pacífica lira, ronco atabal, añafil penetrante, robusta trompeta, órgano rico en acentos solemnes de bíblica ira, eco de arengas de férvido Apóstol o heroico Profeta. Todos acordes cantemos Tu gloria, postrados de hinojos, todos fervientes Tus altos carismas busquemos por norma ¡y en Tu beldad soberana fijando los húmedos ojos, entre volutas de incienso adoremos la Mística Forma! Covadonga. Tarik a las legiones hispánicas ahuyenta: el ya caduco ejército del Godo se desbanda: al Lábaro del Milvio la Media Luna afrenta: purpúrase la exigua laguna de la Janda. Un vendaval horrísono desátase del Austro, es fuerza que el primate al árabe se rinda y al golpe del alfanje maltrecho caiga el plaustro ebúrneo del lascivo amante de Florinda. Al trote de corceles alígeros, el moro difunde el desencanto al par que siembra el miedo por las ociosas pléyades que iluminó Isidoro, antorcha en los ilustres Concilios de Toledo. Al resplandor siniestro del moribundo día, trasladan a la espuela la fuerza de las manos, y corren por la flora feraz de Andalucía y trepan por los secos alcores oretanos. A nado las corrientes del Tajo, Eresma y Duero, franquean jadeantes con impotente rabia y en pos oyen los gritos de Muza, caballero en negro potro rápido cual huracán de Arabia. Recorren desmandados arévacos lugares, maculan los verdores de prados leoneses, escalan los peñascos del puerto de Pajares, trituran las espigas doradas de las mieses. ¿Quién detendrá aquel éxodo más súbito que el rayo? ¿Quién levantar los ánimos podrá cual firme cabria? ¿Ni quién la cruz divina restaurará? ¡Pelayo! ¡El vástago de reyes, el duque de Cantabria! Del Repelao adusto se afirma en la pradera; sobre el pavés erguido, del Septentrión a usanza, la cruz en la loriga, la cruz en la cimera del casco refulgente cual astro de esperanza. Mas ¿cuál será el prestigio que al invasor se oponga, el muro en que se quiebren del musulmán los dardos, el genio que consiga vencer en Covadonga del Alcorán impuro los ímpetus bastardos? ¿Será algún Jove olímpico que cóleras destila? ¿Algún bifronte Jano que la piedad enerva? ¿Algún pagano púnico o algún funesto Atila que allí por donde pasa no crece más la yerba? ¡No! De Jesús la Madre será la Capitana de la contrita turba que el pánico desola, y hará volverse contra la hueste musulmana las flechas que dispare feroz a la española. Interpretar ideas de mi mortal cerebro con mi profana lira jamás, Señora, supe que encomien Tus prodigios a márgenes del Ebro o a orillas del humilde caudal del Guadalupe. Ni reflejar pudiera el santo calofrío que siento ante el milagro de la Sagrada Cueva, cuando surgiste próvida para infundir el brío a los hispanos mílites al linde del Auseva. Los españoles todos osténtante en sus pechos como la más sublime y limpia ejecutoria, ¡y es tu divino nombre el móvil de los hechos más altos y eficaces del libro de su historia! Covadonga. Salve, augusta cueva, de mi patria cuna; salve, clara antorcha, de mi estirpe luz; salve, rudo azote de la Media Luna; salve, firme plinto de la Santa Cruz. Salve, fértil árbol que tienes raíces en cuantas regiones ilumina el sol, para que propagues, para que eternices las altas virtudes del pueblo español. Tus frondas lozanas arrostran el rayo y con tu corteza labróse el pavés, que alzó sobre huestes de Agar a Pelayo y sobre los siglos a Hernando Cortés. Salve, excelsa imagen de la Virgen Pura, de nuestros hogares la gloria mejor, que desde la sombra de esa cueva oscura nos lanzas miradas de aliento y de amor. Con Tu gracia dígnate templar nuestros pechos y encender en ellos generoso afán de imitar asiduos familiares hechos contra astucias pérfidas de un nuevo Alcorán. Nosotros tus hijos, aquí congregados en feraces campos, incultos ayer, como si esperasen de nuestros pasados sentir las pisadas para florecer, en tu altar dejando nuestros corazones, hasta ti elevamos con fervor viril ingenuos suspiros, fervientes canciones más puras que el aura fragante de Abril. Y al compás del órgano, que grave acompaña, de incienso entre nubes, del Preste el cantar, volamos, en alas de tu amor, a España salvando las olas rugientes del mar. Y en este recinto postrados de hinojos a añorar venimos el tiempo que fué, ¡y ven nuestras almas tu rostro, con ojos de amor que reflejan la luz de la Fe! Al Doctor Don Pedro Erasmo Callorda, Encargado de Negocios del Uruguay en Méjico. Comentando un folleto de dicho diplomático sobre Cervantes. I Os doy el parabién, caro colega, pues, con nítida pluma en fácil mano, describisteis de Alonso de Quijano la venerable casa solariega. Os doy el parabién, porque no niega vuestro discurso contundente y sano, el ilustre abolengo castellano del Amadís de la región manchega. Seguid, seguid libando en los panales de los provectos campos de Castilla, de la estirpe común la gracia y nervio: Y Cetina os dará sus madrigales, Fray Luis su casta inspiración sencilla y Herrera el son de su clarín soberbio. II Tremolad con orgullo la bandera de la fecunda lengua castellana, cual del Abril los céspedes lozana, limpia como cristal, blanca cual cera. Catad cuán magno porvenir le espera en los arduos combates de mañana, porque es broquel de la verdad cristiana, gladio inmortal de la virtud austera. Y laborad para que pronto el día despunte en que su tónica energía brote de todos los vivientes labios: Y en alas vuele de su claro acento, desde el Bóreas al Austro, el pensamiento de todos los artistas y los sabios. III Y tal será el espléndido destino del verbo insigne que sentencias graba en torres de muslímica alcazaba y en folios del Concilio Tridentino Y en las vertientes del coloso Andino la mansedumbre de Jesús alaba, y en Aquisgran, como potente clava, pulveriza las tesis de Calvino. Por él, de luchas fratricidas horros, los hijos de la Hispánica Matrona pruebas darán de su saber profundo ¡y a medida que crezcan sus cachorros saldrá de su letargo la leona para espantar con su rugido al mundo! Al Señor Licenciado D. Salvador Diego Fernández, Secretario de Relaciones Exteriores de Méjico. Mi pluma, no como el pincel de Sanzio, pintó de las «madonas» la hermosura; pero evocó la varia arquitectura de los mil monumentos de Bizancio. Este libro es solaz en el cansancio que el deber del diplómata procura y endulzó de mi pecho la amargura, como aroma sutil de «chipre» rancio. ¡Plegue a Dios que en tu culta fantasía, que de la Antigua y de la Nueva España guarda al par remembranzas fraternales, hallen eco vivaz de simpatía estos cuadros exóticos, que baña el sol de los jardines orientales! Al Sr. D. Alejandro Quijano. Acusando recibo de un folleto sobre «El Cardenal Cisneros». I Tú que ostentas el nombre de Quijano, como el héroe sublime de Cervantes, sabes tallar períodos elegantes en la roca del verbo castellano. En bellas letras consanguíneo hermano de los de Clío iberos hierofantes, justo es que hazañas y virtudes cantes del insigne Arzobispo Toledano: Del que la empresa de Isabel acaba escarmentando a ejércitos de infieles con ígneo gladio y anatema rudo, y esculpiendo de Orán en la alcazaba el capelo y la Cruz con los jaqueles blancos y rojos del paterno escudo. II Inflexible pastor, hábil caudillo, aunque fraile humildísimo, Cisneros, con su razón contesta a desafueros del tenaz Don Alonso de Carrillo. De la púrpura esconde bajo el brillo tosco sayal y tríbulos austeros, cuando opone a los próceres aceros como broquel su corazón sencillo. Y en la margen profunda del Henares, injertando la savia de Minerva de la Cruz en el tronco sacrosanto, inicia las estirpes escolares que harán del trono de Filipo sierva la armada de los turcos en Lepanto. III Si de aqueste prelado las hazañas, del nativo solar luz permanente, concitan en el Viejo Continente contra el pueblo español odios y sañas, Tú no las quieres reputar extrañas al patrimonio de tu propia gente que malgasta sus fuerzas imprudente del Vésper por las múltiples Españas. Y aquí, con celo infatigable, ansías faraute ser de la virtud materna y de las glorias del común linaje, acopiando heredadas energías y depurando su eficacia eterna en el crisol del familiar lenguaje. A D. Francisco M. García Icazbalceta, Agradeciendo su libro «El Madrigal de Cetina». Gracias os doy, señor, por el presente, cuyo estilo castizo y elegante miraran con solaz Pedro de Gante y con placer Toribio Benavente. En él la savia circular se siente de la ilustre Metrópoli distante y se respira el hálito fragante que satura de Méjico el ambiente. Dichoso vos que el verbo castellano diestro pulís con péñola severa y honra de la abundancia gongorina, y, agudo el dicho y el acento llano, un libro compusisteis que pudiera confesar Don Gutierre de Cetina. Al Sr. D. Paulino Fontes En acción de gracias por el envío del Album de Amado Nervo. Bien de la Nueva y de la Antigua España mereces tú por el presente regio, vario como abundante florilegio, que a tu modesta epístola acompaña. Pudo la muerte con precoz guadaña segar las horas del cantor egregio; mas de su lira el inefable arpegio morir no puede en su natal montaña. Hoy, por virtud de tu amistad segura, de Apolo por los vastos horizontes, cunde su son en ráfagas cadentes. ¡Y dará el fallo de la edad futura lauros también al que el blasón de Fontes supo lustrar en tan selectas fuentes! Bucarest, 2 de Mayo de 1920. La Virgen de los Remedios. I Soldados de esta mi hueste, dilectos hermanos míos, hijos de la misma tierra y del mismo Señor hijos: ¿Como caducos ancianos, como temblorosos niños, sufriréis, la mano ociosa, estos torpes sacrificios? ¿Dejaréis la humana sangre caliente correr a ríos y en sus pedestales quietos a esos vergonzosos ídolos? ¡No! Vuestro honor os lo veda, os lo vedan vuestros ritos, que, no con sangre, con agua recibisteis el bautismo. Caiga el monstruo sanguinario que se erige en ese cipo, destrozad viles emblemas, borrad necios jeroglíficos, haced pedazos las aras, haced las pilas añicos, ensangrentadas con pilas de cabezas de los indios. Muestra, Juan de Villafuerte, esa Virgen que contigo desde Sevilla trajiste. Tráela y ponla en ese mismo lugar donde obsceno ríe un dios que, de sangre ahito, es tan falso como Judas, vendedor de Jesucristo. Trae la Virgen, Villafuerte, para que a sus pies divinos celebremos desagravios por tan nefandos oficios. Así, ante el gran teocali, de todas armas guarnido, el guantelete en la mano y la tizona en el cinto, arenga a su escasa hueste un hombre recio y cetrino, de ojos sagaces y oscuros, poblados cabellos híspidos, castaña barba partida y un continente tan digno, que la llaneza no daña la autoridad del caudillo. Así prorrumpe una tarde clara del Abril florido, entre españoles hidalgos y entre caciques broncíneos, los unos, de sus palabras al rumor, enardecidos; los otros estupefactos, pero de cólera lívidos, mientras que el Vésper sonroja de ingente montaña el ígneo cono, que viste la nieve de eterno manto virgíneo. II Como cauce que revienta, como vendaval que sopla, como epidemia que cunde, como incendio que devora, apenas Cortés termina su oración, rompen en tromba estoques y partesanas, martinetes y garzotas. En vano atajar pretenden del núcleo español la cólera, indianas turbas vestidas de tilmas albas y rojas, de policromos zarapes o de camisas tan cortas, que ni encubren piernas flácidas ni velan mánidas flojas. Los avezados jinetes dispersan la masa idólatra, como veloces centauros de audaces lapitas hordas. Los secos golpes del hacha el humano alud arrollan, los arcabuces fulminan cien anatemas de pólvora; las fuertes clavas trituran enormes pilas marmóreas, mientras las lanzas derriban absurdas efigies hórridas. A poco, los aires rasga agudo clangor de trompa, y aparece, revestido de sus litúrgicas ropas, Fray Bartolomé de Olmedo que argénteo hisopo enarbola, las manchadas piedras lustra y breve oración entona. Y, como abriéronse antaño del mar Bermejo las ondas ante Moisés fugitivo de la legión Faraónica, se abre un camino por medio de la muchedumbre atónita ante Juan de Villafuerte que la excelsa Imagen porta. Contritos los españoles la rodilla en tierra doblan, diseñan la cruz tocando frente, pecho, hombros y boca; dulces lágrimas inundan las bajas pupilas todas y del ángel el saludo de todos los labios brota como áurea estrella entre nubes, como, en yermo glacial, rosa, como azucena entre cardos, como arroyuelo entre rocas, como murmurio de brisa, como acorde de arpa eolia, como perfume de incienso, como quejumbre de tórtola. III Con un griñón de albo lino en torno a la faz morena y sobre la sien el peso de breve corona regia; la túnica de escarlata, cuyo brocado de seda quizá se urdió en los telares de Granada o de Valencia; el manto azul como el cielo, el Dios Niño en la siniestra mano, también revestido y coronado cual Ella; en la diestra un cetro de oro, la estatura de dos tercias, de plata la media luna que con pies ocultos huella, como una sacra pirámide se yergue la efigie excelsa en pedestal que parece de un candelabro de iglesia. ¿Quién puede de tal Imagen narrar las ignotas gestas? ¿Quién sabe de cuáles labios oyó la oración primera? ¿Quién fue el inexperto artista que, del buril por la ingenua virtud, en devota virgen convirtió un tronco de leña? Acaso del Duero al margen, quizá junto al sobrio Eresma consoló en agreste ermita de los pastores las penas. Quizá fué de San Fernando bajo las claras enseñas a perseguir alquiceles por los campos de la Bética, o protegió los linajes del solar de alguna aldea, guardada en una hornacina o erigida en una ménsula. Casta Imagen que conoces del mar las ondas acerbas y de los pérfidos trópicos las alevosas tormentas: broquel de cristianos pechos, que a tus secuaces preservas de celadas de otomíes, de dardos de tlascaltecas; nunca el pedestal que ocupas a ultrajar ídolos vuelvan ni imperen sus torpes ritos en este valle que oteas. El áureo cetro que empuñas rija las huestes de Hesperia y, en toda lid, en Tu Mano, bengala invencible sea. ¡Y de Anahuac en los huertos y en torno de Tu ara nueva, te adoren todas las almas, te alaben todas las lenguas! IV Ven con malévolos ojos los irritados caciques en el pedestal lustrado enhiesta la Santa Virgen. Y de la tenaz sequía que devasta los maíces cúlpanla, de los labriegos entre las familias simples. Y los labriegos furiosos ir al Zócalo deciden, y en sus primitivas aras restaurar sus dioses viles. Tranquilo Cortés tolera que a su arbitrio todos griten y, cuando la ciega cólera de la indiada llega al límite, se presenta precedido de farautes y alguaciles, y así el motín avasalla con voz afable, aunque firme: «¿Queréis que los campos vuestros con lluvia se fertilicen? A esa Reina, vuestra Madre, el agua ansiada pedidle.» Acoge procaz murmullo tales palabras, y dice Cortés entonces: «Si incrédulo vuestro labio orar resiste, para el poder demostraros de esa soberana Efigie, vamos a pedir nosotros que estos campos beneficie». Fray Bartolomé de Olmedo al punto prorrumpe en Kiries, que fervorosa contesta la gente que a Hernando sigue. Y luego de negras nubes el cielo azul se reviste, del Ixllatxihualt se enluta la enorme volcada esfinge. El aguacero desborda las acequias de sus lindes, los ahuehuetes gigantes perlan sus verdes urdimbres, las hojas de los magüeyes pierden opacos matices y por las extensas milpas el agua resbala y ríe. Ante el celeste portento los aztecas adalides tuercen las rojas pupilas cierran los puños febriles, muerden los labios procaces y, aunque convictos se fingen, de sus almas las heridas no cierran con cicatrices y, de la noche en la sombra, preparan en sus cubiles más nefandos sacrilegios, más alevosos ardides. V Una noche silenciosa con estrellas y sin luna, rondan aviesos caciques las casas de Moctezuma. A poco, fornidos mozos por cautas señales juntan y dirigen al Teocalí sus pisadas con astucia. El lóbrego umbral traspasan, amarran con cuerdas muchas el pedestal, de la Virgen inconmovible columna, y aunque hacen todos alardes de recia musculatura, echar en balde por tierra quieren la estatua impoluta. Como los musgos se adhieren al haz de la peña abrupta, a las cuerdas adheridas dejan las manos robustas, los espantosos muñones enhiestos, al cielo insultan, y sus pasmadas pupilas vela angustiosa penumbra. Aquí un jayán de repente dobla la firme cintura, allá un cacique es lanzado cual piedra de catapulta. Y la Soberana Imagen del indio vil las injurias ve con semblante indulgente que un nimbo de luz circunda. Deponed vuestros enconos, tenaces y ciegas turbas, que no impediréis que al cabo el fallo de Dios se cumpla. No derraméis contumaces toda la hiel que satura vuestros duros corazones y vuestras mentes oscuras... Que ya el español despierta, pone la lanza en la cuja, tiende el caballo al galope y vuestros designios frustra. Ya del arcabuz la horquilla planta en el suelo y apunta contra tilmas y zarapes contra zarcillos y plumas. Ya vuestras gentes dispersa por canales y lagunas, como las ondas del viento las nubes que el cielo enlutan. ¡Salve, victoriosa Virgen! ¡Salve, de tus fieles brújula! ¡Salve, Fontana do el hombre se lava de toda culpa! ¡Y aquesta díscola raza con tus miradas alumbra, con tus milagros redime, con tus sonrisas sojuzga! VI Noche terrible la noche primera del mes de Julio, para Cortés de zozobra, para los indios de júbilo. Ni un astro en el firmamento ni un solo puente seguro por donde la hispana hueste pase los canales turbios. En torno a su albergue mísero llegan siniestros augurios, batir de taimados remos, sordos y hostiles murmullos. Al lazo escapar es fuerza con piernas, dientes y puños, y al menos salvar la fama a expensas del pingüe lucro. Las indianas javelinas cruzan el ambiente oscuro, chocan en cotas malladas, prenden en pechos hercúleos. Los acosados jinetes saltan abismos profundos, los perseguidos infantes surcan las aguas desnudos. Aquí sucumbe un mancebo de rostro cándido y rubio, allá un provecto hijodalgo de miembros flacos y duros, acullá conforta un fraile a un viejo en el trance último, y un jayán la clava esgrime contra cien hombres, tozudo. Al fin Cortés, de Tacuba consigue encontrar el rumbo, y al arribar a Popotla suspende el rápido curso. El tronco de un ahuehuete, que de su fronda el orgullo al cielo levanta, como de la hispana gloria túmulo, presta descanso al caudillo que, aunque está meditabundo, tiene el corazón entero y siente normal el pulso. Sereno pregunta a todos cuantos llegan, uno a uno, noticias de los que tardan en juntarse al débil núcleo. De cada amigo la pérdida aprende afligido y mustio, no con el alma encogida, mas sí con los ojos húmedos. Pregunta por la Malinche, y cuando responde alguno que ya se aproxima indemne por largo sendero oculto, del héroe noble sonrisa desfrunce el semblante adusto y el astro de la esperanza alivia de su alma el luto. VII Cuando es más terrible el choque, cuando es mayor el estrépito, cuando venablos y piedras cortan veloces el viento, cuando en distintos lenguajes suenan clamores diversos, se oyen feroces arengas se escuchan locos denuestos, un hombre de faz curtida por las injurias del tiempo, verdes los ojos audaces, canos la barba y cabello, sin quijotes en los muslos y sin coraza en el pecho y en la altanera cabeza caduco abollado yelmo, libres las manos, seguido de tres robustos mancebos, las gradas del Teocalí ganando a golpes de remo, la santa Imagen agarra con fuertes nerviosos dedos, cual de la parra a los postes suele agarrarse el sarmiento. Boga en la balsa, a la Imagen dando el broquel de su cuerpo contra sibilantes flechas, contra tezontles bermejos. Arriba a segura margen donde anciano arcabucero le aguarda, con un fogoso caballo alazán del diestro. Villafuerte, que tal era el libertador intrépido de la Efigie, la coloca en el arzón delantero. Los agudos acicates clava al corcel y corriendo entre milpas y magüeyes, entre nopales y légamos, pasa de Popotla el linde, salva de Tacuba el pueblo y ve subir a su hueste de Totoltepec al cerro. Allí su bridón dirige, bañado de espuma el freno, de sangre el ijar teñido, ronco y prolijo el resuello. Galopa hacia allí; mas antes de alcanzar al roto séquito, ante un maguey que descuella en un escondido cueto, echa pie a tierra y un hoyo con el propio estoque abriendo, en él, en llanto sumido, esconde el Tesoro excelso; y, en cruz la manos, de hinojos y entrecortado el acento, así la pena solaza que lleva del alma dentro. VIII Refugio de pecadores, Estrella de la mañana, Calor de nuestros hogares, Pastora de nuestras almas: Tú sabes, Reina del cielo, Tú sabes cuánto gozaba al verte hollar victoriosa de los paganos el ara. Tuyo es, Señora, mi brazo; tuyos mi pavés y espada, y sólo en tu honor mi lengua quisiera decir palabras. Para mis pupilas, sólo eres Tú la antorcha clara, y tu pureza intachable tiene en mi pecho un alcázar. Por doquier llevar quisiera conmigo Tu Imagen Santa, orgullo, honor, dicha, amparo de mi estirpe castellana. Pero exponerte no debo a insultos de la canalla y es fuerza que aquí te esconda ¡oh, Madre llena de gracia! Mas la fe con que Te adoro me da la firme esperanza de que en los riesgos futuros Tu Corazón me acompaña. Tus ojos a Dios eleva, mueve Tus labios sin mácula y mansamente murmura por tu siervo una plegaria. Hallen refugio en Tu Manto todos los hijos de España contra tarascos ardides, contra aztecas asechanzas. Aniquila a los tenaces enemigos de mi Patria, como ayer la media luna hollaste con limpia Planta. Y cuando presto recobren a Tenochtitlan las lanzas de la legión española de que eres Tú Capitana, con los mismos entusiasmos, con las mismas tiernas lágrimas, los mismos cultos y honores tendrás en la misma plaza. Así acabó Villafuerte su oración improvisada, a un tiempo como miel dulce y como acíbar amarga. Y, del corcel apurando las fuerzas ya asaz escasas, partió veloz al encuentro de amigos y camaradas, cuando los lirios del valle y el liquen de las montañas con delicados matices colora risueña el alba. IX Fausto, inolvidable día el trece del mes de Agosto, evocación del terrible martirio de San Hipólito, en que los rayos prolíficos del claro sol de los trópicos, por los anales de Hesperia esparce fulgor insólito. Donde siniestro se alzaba de torpe déspota el trono, el César Carlos primero erige el cristiano solio, las piedras del sacrificio lavan sagrados hisopos y a los ayes de las víctimas suceden himnos devotos. Donde sonrisas feroces en caras de horrendos monstruos remataban cuerpos rígidos de incomprensibles contornos que, de los hombres vergüenza y de las artes bochorno, al corazón daban miedo y repugnancia a los ojos, hoy la Cruz sus brazos abre y arraiga el divino tronco al borde de las lagunas y en medio de campos opimos. La Casta Madre del Verbo cubre con su manto a todos cuantos plegarias le entonan, cuantos le ofrendan sollozos. De sus incólumes pechos manan carismas a chorros, cual de granítica roca huye el cristal del arroyo. Ya nunca las blancas ínfulas veránse tintas en rojo ni las humanas cabezas separadas de sus torsos. Ya los idólatras tímpanos oirán con ingenuo asombro las Epístolas de Pablo y el Credo español de Osio, y ahuyentarán las aciagas tinieblas de siglos hórridos, con antorchas de Domingo, candelabros de Isidoro. Mas ¡ay! del júbilo en medio en medio del alborozo, la Imagen que Villafuerte salvó del indiano encono, no se yergue en el cortejo de fijodalgos en hombros, ni a los ancianos conforta ni regocija a los mozos. ¿Quién de la Imagen se acuerda? ¿Quién del caballero heroico que en un maguey sepultura le abrió con su estoque propio? X Pasaron los regocijos, las emociones pasaron, pasaron tranquilamente no menos de veinte años. El Tetlotépec habita un cacique bautizado por el fervor evangélico de los frailes franciscanos. El nombre de Ce Cuanhutli, que en el lenguaje vernáculo es Águila, por el nombre cambió de Juan, agregando como apellidos del nuevo linaje, ya bautizado, Águila y Tovar, aqueste de un su padrino hijodalgo. Bajaba el buen catecúmeno del alba a los tenues rayos a Tacuba, do los Hijos de Asís estaban labrando iglesia y templo, de pobres y peregrinos descanso, de pecadores refugio, paz de tullidos y ancianos, cuando una luz tan intensa como la luz de un relámpago, mas no de matiz tan vivo, mas no de fulgor tan rápido, de un maguey en torno advierte, que el haz de verdosos gladios alza, entre pirus y tunas, todo el alcor dominando. Ante el resplandor insólito detiene Don Juan el paso, y de la Virgen la Imagen sus ojos ven asombrados. La misma pequeña efigie que de los indios a salvo logró poner Villafuerte en un lubricán nefasto. Era la misma la Imagen, los mismos corona y manto, el mismo divino niño, el mismo cetro dorado, el mismo brial purpúreo el mismo emblema africano, y, por pedestal, el mismo pedestal de candelabro. Al verla, Don Juan de hinojos se pone, el semblante pálido, que al propio tiempo delata la devoción y el espanto. La señal de la Cruz hace tres veces con torpe mano y, confundido, a la tierra baja la frente y los párpados. A poco los alza y mira al celestial simulacro que así, por darle sosiego, se digna mover los labios. XI «¿Por qué, de pavor transido, así el corazón te late? ¿Cuándo un hijo tanto miedo pudo tener a su madre? »No temas. Porque tus obras son al Señor agradables, te escoge para que seas de mis designios faraute. »Ya estar oculta no debo en esta silvestre cárcel, sino habitar con vosotros y recibir homenajes». «Baja a Tacuba y refiere lo que te digo a los frailes y di que a encontrarme vengan y a cumplir mis voluntades.» Calla, y el fulgor mirífico se diluye al mismo instante en la claridad temprana que inunda el inmenso valle. Don Juan del Águila apenas lo que le acontece sabe y por la varga desciende con el paso vacilante. En cuanto llega a Tacuba relata al Guardián el trance, con estupor de los legos, con recelo de los Padres. Y si después muchas veces se muestra la Santa Imagen al converso cuando pasa de su escondrijo delante, otras tantas el milagro dejan que se lleve el aire los prudentes corazones, las orejas suspicaces. Al fin, el indio infelice mal herido es una tarde por un sillar desprendido de complicado andamiaje levantado de la iglesia en construcción sobre el ábside, y, en el convento acogido, consuelos sacramentales recibe; pero a la noche aparece a consolarle la Excelsa Efigie, y le dona, como remedio admirable, un cinto que dócil ciñe y, cual si mano de un ángel fuese, la fiebre le cura y le torna fuerte y ágil. Entonces suben al cerro religiosos y seglares, labriegos y mercaderes, arcabuceros y alcaldes, y, aunque el prodigio presencian, interpretarlo no saben y, murmurando plegarias, se vuelven a sus hogares. XII Tortura del catecúmeno el alma noble y sencilla la ingratitud de los hombres para la Imagen Divina. Y ansioso de tributarle honra, de sus gracias digna, devotamente la esconde en los pliegues de la tilma, y en su casa la coloca en una mesa, guarnida por estofa de albo lino y campestres florecillas. Mas de su culto el Objeto en ausentarse se obstina, prefiriendo a la del Indio su rural mansión antigua. En vano don Juan celoso sanos manjares le brinda, poniendo en un tecomate dorados granos de milpa. La Santa Madre no gusta de atenciones clandestinas, y cuantas veces la encierran vuelve a la agreste capilla. No acepta en humilde casa gayas flores ni aras íntimas, ni fuego de gualdo aceite, ni luz de cera amarilla; quiere ostentosos honores, populares letanías, oraciones de profanos, de sacerdotes antífonas. Quiere que en aquel paraje en donde moró cautiva, le adornen altar lujoso, le eleven devota ermita. Al cabo la fe del pueblo y los divinos carismas, que ella clemente derrama como fecunda semilla, le dan del agreste cerro sobre la risueña cima una mansión que ella erige del Anahuac en vigía. Desde entonces las mercedes de la Virgen pura y limpia, como benéfica lluvia descienden a la campiña, y es de guerreros adarga, de nautas segura guía, de pecadores refugio y de enfermos medicina. Los terremotos aplaca, se adelanta a las perfidias, de las venganzas disuade y los odios apacigua. A la simiente preserva del gusano que la esquilma, cura a los hombres en cólera y a las mujeres encinta. XIII Gloria de los mejicanos, astro de sus horizontes, de sus rebaños zagala, protectora de sus trojes. ¿Cómo podrá humana lengua contar los altos favores que hiciste a apenados indios y a afligidos españoles? A tu celeste conjuro se elevan cristianas torres, se completan doctas aulas, repican sagrados bronces. En la ciudad y en el valle se arrepienten corazones si bajas del monte al llano, si subes del llano al monte. La fimbria de tu vestido besan desnudos pastores, consagran graves Prelados, adornan contritos Próceres. Doncella plena de gracia, que a Dios en el seno escondes, porque eres la más perfecta de las hijas de los hombres: de los altivos virreyes lo mismo los ruegos oyes, que las ingenuas plegarias que te dirigen los pobres. A los desvalidos huérfanos en los hospicios acoges y en los santos hospitales en fuga a la Parca pones. La sed de la tierra apagas, agua de ingrávidas odres vertiendo por los sembrados, volcando por los alcores. Tus eficaces miradas, que eclipsan todos los soles, maduran fragantes piñas, sazonan prietos zapotes, y en palacio que defienden muros de rojo tezontle y en miserables cabañas de descalzos labradores, tu excelsa estampa preside, del tibio invierno en las noches, los familiares coloquios y las tiernas oraciones. Tú la bendita costumbre arraigas en indias proles de dirigirte alabanzas del crepúsculo a los toques... ¡Salve, virginal Imagen que, tallada en duro roble, trajeron hispanas huestes a estos vergeles precoces! ¡Salve, Tú que jamás niegas a los mortales tus dones, ni al bajar del monte al llano ni al subir del llano al monte! XIV Inicuas ingratitudes de las autóctonas gentes, vergonzosas ambiciones de magistrados aleves, cobardes apostasías de torpes e incultos prestes, abominables ejemplos de Ministros imprudentes, de Tenochtitlan las llaves, los atributos del Jefe arrancaron de las manos intactas de los Virreyes. Las populares pasiones, desbordadas cual torrentes, mancillaron su memoria, olvidaron sus mercedes. Y hasta aventar las cenizas intentaron de aquel héroe, con sus contrarios Temistocles, con sus amigos Orestes. Pudieron ciegos caudillos arrancar de los dinteles los hespéricos escudos, los anagramas celestes. Mas Tú, soberana Virgen, no abandonaste a tus fieles ni quisiste que sus labios se cerraran a las preces. Ni que del noble Quiroga fueran las siembras estériles en los indómitos vástagos de las aztecas progenies. Y, de Tu amor por prodigio, aun estos hijos rebeldes para norma de sus vidas observan hispanas leyes, y el palpitar de sus pechos y el concepto de sus mentes denuncian en un lenguaje que es de acero por el temple, de cristal por lo diáfano, por lo límpido de nieve, por lo brillante de fuego, de mármol por lo perenne. Lengua sublime que hablaron Berenguelas e Isabeles, invencibles capitanes, defensores de altas tesis, contemplativos ascetas, sacerdotes combatientes, atrevidos argonautas y pedagogos campestres. Y, de Tu amor por milagro, aun en estas tierras fértiles las sencillas multitudes ante Dios doblan las frentes. ¡Aun las ciudades sus sombras permites Tú que proyecten, con Zumárragas y Gantes, Mendozas y Bucarelis! XV Yo, de Nueva España huésped en días para ella lúgubres, después de adorar la Santa Imagen de Guadalupe, remedios a mis tristezas quise buscar en la cúspide del cerro, donde la Virgen de los Remedios refulge. Era una hermosa mañana del dorado mes de Octubre, edad provecta del año más grave, pero más dulce. Por la enroscada pendiente que al templo humilde conduce, asaltan los chapulines los troncos de los pirúes. Los alineados magüeyes el néctar espeso fluyen que es, destilado, el tequila y da, fermentado, el pulque. Rayan el vasto horizonte franjas verdosas y azules y ambos ingentes volcanes se velan con blancas nubes. Grandes sombreros redondos ocultan los rostros fúnebres de varios indios que, en asnos jinetes, por leña suben. Cerca lleva un acueducto el agua de cumbre a cumbre, que los alumnos de Ignacio trocaron de ociosa en útil. Cruzo el compás de la Iglesia, donde dejaron ilustres hermanos de San Francisco la huella de sus virtudes. Entro en la pobre capilla cuando el sol con vivas luces dora de la breve Imagen el rico brial de gules. Y ante sus pies de rodillas así mi labio balbuce, tras de pedir el consuelo de inefables pesadumbres: Intacta Virgen que, amante, a Dios a tus pechos nutres, por escabel de tus plantas las alas de los Querubes, cuando el amor de la madre de estas naciones impúberes buscando del mar las ondas en leño flotante surque, con los rayos de tu gracia, más que los rayos de Júpiter poderosos, reconforta y alumbra mi débil numen ¡y yo de la vieja España iré por los pueblos múltiples propalando los portentos que Tú con sus hijos cumples! Epílogo. Montañas del Anahuac, radiantes de glauca luz; bananos de Veracruz, magüeyes del Atoyac; campos de verdes maíces, argentados cafetales y dulces cañaverales abiertos por las raíces: mecidas por aire leve inmaculadas florestas; muertos volcanes con crestas vestidas de eterna nieve; embalsamados jardines por cuyas tapias y arriates, bajo frondas y aguacates trepan tempranos jazmines y do su color concilia, en una atmósfera grata, con la amapola escarlata, la episcopal buganbilia: vastos predios que la mies, de Junio el ápice, dora por voluntad bienhechora de Don Fernando Cortés; cuando piso vuestro suelo y respiro vuestro ambiente y un rayo sobre mi frente lanza el sol de vuestro cielo, no me siento en tierra extraña, me siento en la Patria mía porque tenéis la alegría y el grave gesto de España: porque a vuestros moradores, misioneros y virreyes enseñaron santas leyes y preceptos redentores y la hispana lengua a hablar, de amor perdurable lazo, de la madre en el regazo y en las gradas del altar, y en ella, de hombres y niños a retener episodios y a destilar negros odios y a sentir tiernos cariños: y de este fértil Ocaso a rizar auras fragantes con proverbios de Cervantes o églogas de Garcilaso: y contra pérfido ardid de la audaz codicia extraña, a estimular a la hazaña con los romances del Cid. Tierras que de mi solar guardáis la insigne memoria: es vuestra historia su historia y su hogar es vuestro hogar, y tú, grey fuerte y lozana a quien ellas dan sus flores y que cantas tus amores en la lengua castellana, y sigues la usanza pía de tu noble madre Hesperia, de curar toda laceria por la excelsa Eucaristía, mírala con hondo amor, porque al ponerte su yugo, no usó el hacha del verdugo, mas la Cruz del Salvador: y te engarzó en fausto día cual perla de su corona, no con barbarie sajona, con castellana hidalguía. * * * * * ZAYAS «PLUS ULTRA» SE IMPRIMIÓ EN LA TIPOGRAFÍA ARTÍSTICA DE MADRID EN 1924 NOTAS: [1] En la fiesta a beneficio de la Sociedad de Salvamento de Náufragos. [2] Composición escrita a petición de _El Heraldo Ilustrado_, de Méjico, el 8 de Septiembre de 1919, fiesta de Nuestra Señora de Covadonga. [3] Las cuatro canciones dedicadas a la Virgen de Covadonga fueron escritas el 8 de Septiembre de 1918, día de su festividad, para cuatro diversos semanarios ilustrados. [End of _Plus ultra_ by Antonio de Zayas] [Fin de _Plus ultra_ par Antonio de Zayas]